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En uno de sus más provocadores diálogos, Platón plantea una pregunta que sigue siendo incómoda dos mil quinientos años después: ¿Qué es peor, cometer una injusticia o sufrirla? En diálogo con Gorgias, Sócrates sostiene con firmeza que es peor cometerla, ya que daña el alma del injusto.
Ética y sentido del trabajo: más allá de la justicia

En un mundo altamente competitivo y orientado al éxito que generan las cuatro Ps –poder, prestigio, placer y posesiones-, esta afirmación aparentemente ingenua invita a repensar no solo la ética individual, sino también la ética de las organizaciones, empresas y sistemas económicos actuales. ¿Puede construirse un entorno profesional saludable y sostenible sin ética ni virtud?

La ética no es un complemento opcional del actuar humano, sino el principio rector que lo orienta hacia el bien. Esto, tanto en la vida personal como en la profesional, no es asunto baladí; tampoco lo es para la empresa, de la que se espera un actuar socialmente responsable. Actuar injustamente no solo daña a otros —lo cual ya es grave en sí mismo-, sino que también daña internamente, pues deforma el carácter de quien lo hace. Como enseñó Aristóteles, es en el hábito de actos justos donde se forma el hombre justo. Nuestras acciones tienen una doble dimensión: interna y externa. Internamente, configuran nuestra identidad - de tanto comportarse como un hombre justo, terminó siendo justo-. Externamente, afectan a los demás, y además favorece las condiciones para que otros también puedan actuar de esta forma. La virtud es contagiosa, y su práctica genera entornos éticos que favorecen el bien común.

El trabajo ocupa una parte significativa de la vida humana, no sólo por el tiempo que le dedicamos, sino también por la implicación que conlleva. Ya el Génesis presenta al hombre creado ut operatur, para trabajar. Esta visión –lejos de reducirlo a una carga-, lo presenta como una invitación a participar en la obra creadora de Dios, dándole así una dimensión trascendente. Bajo esta concepción, hoy podríamos entender el trabajo como una oportunidad de construir un mundo mejor. De ahí emana el compromiso implícito de hacerlo bien, porque según sea el para qué, así será el cómo. Se ofrece una dimensión ética del trabajo que supera la visión meramente utilitarista o económica que deja atrás la idea de concebirlo únicamente como un medio para ganarse la vida. Esto sería una concepción algo raquítica de su verdadera realidad.

Pérez López (2018), en esta misma línea, subraya la importancia de las motivaciones trascendentes: cuando somos capaces de ir más allá del interés personal y abrirnos al servicio de los demás, cuando reconocemos en cada persona una dignidad en sí misma, entonces el trabajo alcanza su verdadera dimensión. Argandoña concreta un poco más refiriéndose al amor en el mundo empresarial, entendido no como sentimentalismo, sino como una disposición constante a querer el bien del otro. Solo desde esa actitud se genera una cultura organizacional orientada al desarrollo integral de la persona.

En armonía con el logro de los resultados económicos, el trabajo ofrece también un cauce de enriquecimiento humano. No se trata de oponer ética y eficacia, sino de integrar ambas bajo una concepción más amplia del bien. La justicia, en este marco, no es un obstáculo para la eficiencia, sino su condición más humana y sostenible.

Así las cosas, a través del trabajo profesional se nos brindan tres grandes oportunidades: (1) contribuir activamente a la construcción de un mundo mejor; (2) crecer y perfeccionarnos como personas; y (3) favorecer el crecimiento de otros. Estas tres dimensiones —social, personal y relacional— constituyen el verdadero potencial ético del trabajo, convirtiéndose así en un espacio privilegiado para el cultivo de virtudes, propias y ajenas.

Ahora bien, para que el trabajo profesional constituya un ámbito auténtico de perfeccionamiento y transformación social, debe asentarse sobre el reconocimiento incondicional de la dignidad humana. La dignidad, entendida como valor intrínseco e inalienable de toda persona por el mero hecho de serlo, debe orientar los fines, medios y relaciones del trabajo profesional. Solo desde esta perspectiva se supera una visión instrumental del trabajador y se asume su condición de persona, capaz de iniciativa, crecimiento y responsabilidad.

Como ha señalado Donna Hicks (2011) “la dignidad no es algo que se gana, sino un derecho inherente que debe ser reconocido y protegido”. Esta afirmación tiene profundas implicaciones para el ámbito profesional que van desde el trato justo en el entorno laboral hasta el favorecer las condiciones laborales que permitan al trabajador florecer profesional y humanamente, desplegando todo su potencial.

Aristóteles en su afamada obra Ética a Nicómaco, afirma que “la justicia es la virtud perfecta, porque el que la posee puede ejercitar la virtud no sólo en sí mismo, sino también en relación con otro” (V, 1, 1129b). Esta perfección de la justicia radica en su dimensión relacional: solo se es verdaderamente justo cuando se actúa con y para los demás. En el contexto del trabajo, esta virtud se manifiesta en ambientes que reconocen la dignidad de cada persona, y sobre este convencimiento se toman las mejores decisiones.

En definitiva, la virtud de la justicia emerge como el eje articulador de una vida profesional éticamente orientada. Retomar la afirmación socrática —según la cual es preferible sufrir una injusticia que cometerla— nos obliga a repensar el trabajo no solo como un medio de subsistencia, sino como un espacio para edificar una sociedad más humana. Practicar la justicia en el trabajo no es simplemente ajustarse a normas, sino participar activamente en una práctica transformadora que forja el carácter, configura identidades y construye comunidad. Así entendida, la justicia deja de ser una noción abstracta y se convierte en una praxis concreta -en virtud- que nos permite, día a día, contribuir al bien común desde nuestro quehacer profesional.

Reflexionar sobre las bondades que genera el ejercicio de la virtud nos interpela sobre nuestro modo de actuar, a nivel personal y también empresarial. Cuando se pierden las virtudes, se pierde también la integridad y la capacidad de actuar éticamente. Por eso, la ética no se reduce a valores enunciados, sino a hábitos y prácticas que sostienen el crecimiento humano y empresarial.

Bibliografía

Argandoña, A. (2014). El amor en la economía y en la empresa. La doctrina social de la Iglesia, 777-798.

López, J. A. P. (2018). Fundamentos de la dirección de empresas. Ediciones Rialp, SA.

Aristóteles. Ética a Nicómaco

Hicks, D. (2021). Dignity: Its essential role in resolving conflict. Yale University Press.

 

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