En la primera entrega de la serie de los tres artículos prometidos sobre Filosofía Moral, como reflexión acerca de la ética, dejábamos sentado el hecho de que el ser humano -al propio tiempo, sujeto lógico y agente moral- se caracterizaba, entre otras cosas, por su capacidad para, llegado el caso, dirigir su praxis incluso a contra corriente de sus instintos primarios, desatendiendo querencias, y refrenando inclinaciones, ya naturales y espontáneas ya inducidas y predeterminadas tras procesos de aprendizaje.
Ello venía a ser una suerte de activación en la vida práctica de un operador lógico básico, previo a la propia gramática, que se sustancia en la capacidad que los seres humanos tenemos para la negación: para decir que no. Este rasgo, junto a la capacidad para formular preguntas -tras la previa toma de conciencia de algún tipo de realidad, percibida como sorprendente- constituye uno de los rasgos antropológicos más significativos e incuestionables de la realidad personal humana. Por consiguiente, cabe dejar sentada la tesis de que cualquier persona -en mayor o menor medida y con mayor esfuerzo o facilidad-, puede estar en situación de negarse expresamente -tanto de palabra como de obra- a responder de forma automática y previsible ante cualquier tipo de estímulo inmediato, ya venga del exterior, ya proceda de la espontaneidad personal.
Supuesto lo anterior, se afirma implícitamente la posibilidad de innovar, rompiendo rutinas; y ello, explicado desde el hecho real de que el agente humano está en la situación ontológica de romper la reacción al introducir voluntariamente una cesura y una quiebra en el ordinario esquematismo del Estímulo-Respuesta.
Precisamente aquí radica, entre otras cosas, la posibilidad de condicionar el comportamiento humano de manera artificial, como bien señalaron en su día los padres del Behaviourism en Psicología: de una parte, el fisiólogo ruso Ivan Petrovich Pavlov, con el famoso experimento de los perros que aprendieron a salivar a toque de campana -lo que se conoce bajo el rubro de el condicionamiento clásico o respondiente-; y de otra, el en su día eminente profesor de Harvard, Burrhus Frederic Skinner. Éste, dando un paso adelante en la línea argumental con respecto al ruso, desarrolló lo que denominamos condicionamiento operante, piedra angular de la escuela Conductista en Psicología.
De hecho, la lapidaria frase de Skinner -en un famoso y controvertido libro, traducido al castellano bajo el título de: Más allá de la libertad y la dignidad- sigue sirviendo precisamente de estímulo para elaborar una respuesta reflexiva y crítica a su aserto, tal vez, más estridente, llamativo y provocador. Me refiero a aquel enunciado en el que declaraba -aunque, sin duda, con cierta parte de razón; tal vez, sin embargo, no sin menor carga de una pretenciosidad un tanto excesiva- aquello de: “Dadme una docena de niños sanos, bien formados, para que los eduque, y yo me comprometo a elegir uno de ellos al azar y adiestrarlo para que se convierta en un especialista de cualquier tipo que yo pueda escoger -médico, abogado, artista, hombre de negocios e incluso mendigo o ladrón-, prescindiendo de su talento…” Como va dicho, el de Harvard, al menos en parte, tenía razón. Ahora bien, desde una postura epistemológica algo más matizada, cabría aducirle, inspirándonos para ello en el tono diplomático que tienden a emplear nuestros colegas portugueses en contextos similares, aquello de que: “O senhor tem razão, mas não tem toda”.
Pues, efectivamente, es verdad y absolutamente cierto que los seres humanos somos susceptibles de condicionamiento por parte de fuerzas externas. Nuestra capacidad de aprender de los que nos rodean enlaza con el necesario proceso de socialización para insertarnos como típicos en el contexto social. Y ello, empezando con la Socialización Primaria, que se produce en el ámbito más inmediato y básico, el propio de la familia; y prolongándose con una Socialización Secundaria que nunca termina de quedar establecida. En virtud de estos procesos se nos transmiten e internalizamos patrones, usos, modos de comportamiento. Al propio tiempo se van asimilando valores, principios, criterios, normas, usos, maneras de actuación que hacemos nuestros como una suerte de enorme “se” impersonal que orienta nuestra acción: “Así es como ‘se’ hacen las cosas”.
En un primer momento, más inmediato e irreflexivo, cabría incluso llegar a asumir como “natural” lo que sin duda no pasa de ser una propuesta, entre otras, fruto de la sociedad y la cultura particular. Con más precisión habría que haber indicado: “Así es como se hacen las cosas aquí”. Demasías epistemológicas de tipo etnocentrista resultan, pues, comprensibles. Por fortuna, al propio tiempo, resultan ser también perfectamente cuestionables, siempre que se cuente un mínimo de capacidad crítico-reflexiva para justificar aquellas propuestas morales. Recuérdese a este respecto que en latín mos-ris significa “costumbre” y que incluso en el castellano académico propio de la Sociología se habla de mores -nominativo plural de mos- para referirse a lo que, en francés con moeurs apunta precisamente a las costumbres de una sociedad o cultura determinada, a los hábitos de vida, a las normas sociales o morales.
Ahora bien, lo anterior es sólo parte de la verdad de los hechos. Se trata de un aspecto indiscutible y muy importante a la hora de explicar el proceso de socialización; y, en consecuencia, de la inserción de la persona en el marco cultural que le ha de servir de fundamento para desplegar su vida y vivirla “bien”. Es decir, de acuerdo con lo que, por una parte, se considera deseable para garantizar la estabilidad del grupo; y por otra, respecto a lo que constituiría la condición básica de posibilidad para un pleno florecimiento del individuo y el desarrollo de la persona.
La parte que nos va quedando un tanto desatendida es la que, sin embrago, de manera al menos implícita, ya hemos anticipado en los párrafos anteriores e incluso en el artículo inicial de esta serie. Me estoy refiriendo al hecho de una cierta libertad de actuación que, junto al condicionamiento social, también se identifica en el humano actuar. El fenómeno de la Resocialización, la metanoia, la decisión activa de cambiar de vida, rompiendo con lo hasta un entonces vivido y la voluntad de empezar de nuevo desde una radical transformación de la mente o del corazón… son realidades vitales igualmente innegables; y que, de no poder conectarlas con el hecho de la libertad -una libertad, ciertamente, no absoluta ni irrestricta, sino más bien limitada, precaria, deficiente, manipulable incluso; pero, al propio tiempo, realísima- quedarían inexplicadas y a la espera de claves axiológicas y metafísicas desde las que abundar en la comprensión del fenómeno humano. Como ya hemos indicado es precisamente desde la libertad a partir de donde se abre la posibilidad propia de la espontaneidad creativa. Con ello, insistimos, el agente humano resulta susceptible de llegar a ser no sólo el actor de su propia vida, sino también, el autor de sí mismo -como ya indicaba Pico de la Mirándola- al desarrollar de forma voluntaria una determinada manera de ser adquirida, una especie de segunda naturaleza, anclada sobre la biológica; a la que en el contexto que nos ocupa, desde los tiempos de Aristóteles se la viene denominando bajo el rubro del carácter moral.
Como cabe suponer, es precisamente en esta realidad creativa donde estriba la grandeza y, al propio tiempo, la ruindad de lo humano. Todo ello con el riesgo añadido, paralelo e inevitable, de que las respuestas e innovaciones llevadas a efecto -a veces, como hemos señalado, contra naturam- pudieran acabar resultando peligrosas y dando lugar a consecuencias indeseables, por malas y opuestas a la meta hacia la que podría merecer la pena el esfuerzo deliberado por orientar el curso de la propia actuación con el propósito de vivir bien la vida, configurando con ello una vida buena.
Conviene insistir en lo que venimos dando por sobreentendido, a saber: que, esta peculiaridad de logos y ethos combinados, en tanto que define al sujeto de nuestra especie, constituye una suerte de doble epifenómeno en el que se manifiesta el espíritu humano, como dimensión distinta de la puramente biológica y natural. Sin perjuicio de tener que añadir a continuación que aquel espíritu, precisamente se expresa in-corporado; esto es, a la manera como el cuerpo humano posibilita, condiciona y marca límites a la espontaneidad de la actuación y la cultura.
En definitiva, averiguar cuál habría de ser el modo más adecuado de conducir la propia vida; comprender cómo sería conveniente estructurar la dinámica colectiva en la que la persona se inserta y desde cuyo marco habrá de encontrar tanto las posibilidades cuanto los límites para vivir; acertar a la hora de escoger entre cursos alternativos de acción… son, entre otras, cuestiones eternas, omnipresentes en todo tiempo y lugar, a las que se ha de enfrentar en términos generales todo grupo social estable; y en concreto, cualquier persona, individualmente considerada. Este es el ámbito propio de la Ética entendida como Filosofía Moral.
En la siguiente y última entrega de esta serie, abundaremos en consideraciones complementarias a lo que va dicho, con vistas a que el lector pueda tener una síntesis de los aspectos clave de la Ética General. A partir de ello, cabría esperar un abordaje más lúcido y fundamentado respecto de los múltiples problemas éticos con los que nos las tenemos que ver, así como respecto de la dimensión moral de los variados aspectos técnicos que configuran el contexto del momento histórico en el que nos está tocando vivir; y que va desde la política a la economía; desde la cultura a la tecnocracia; desde la preocupación por el impacto ecológico de la acción humana a la cuestión de la digitalización; desde las propuestas de tipo transhumanista y posthumanista, a los cantos de los inconsistentes relatos que afirman con rotundidad que vivimos en el supuesto -e interesado- mundo de la post-verdad. ¿Será verdad que todo es mentira? Para sumergirse bien en la situación, animo al lector interesado a que investigue acerca de la Paradoja de Epiménides.
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