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Son muchas las preguntas que se hacen los padres de familia españoles cuando se preguntan por el qué y el dónde deben estudiar sus hijos adolescentes para conseguir una formación lo más adecuada posible, lo que cuesta en dinero, y el modo y forma de acceder a la universidad. Son cuestiones muy diferentes, que normalmente se mezclan y confunden.
La investigación universitaria en comunicación y el conocimiento

Pero, a la hora de concretar las inquietudes de los jóvenes, los temas son todavía más genéricos: aprender lo mejor y lo más posible sobre algo en concreto. Poco más se puede decir de esta primera percepción, que normalmente se reduce a buenas palabras y pocas respuestas. La cuestión queda ahí y los alumnos que vienen de sus colegios, cada vez peor preparados, se enfrentan a la verdadera y dura realidad: las personas están en un sitio y la universidad en otro. Por eso, ante esta tremenda distancia entre ciudadanos y universidad surgen las preguntas sobre la moral que hemos decidido considerar como objeto de debate, durante este próximo año en Diario Responsable[1]; un tema muy transversal que afecta al hecho mismo de la Universidad.

Estimo oportuno comenzar con la Universidad y las decisiones que en ella se adoptan; porque, desde luego, entiendo que es una de las cuestiones de más importancia y cuyas decisiones afectan a la moral y a la vida de las instituciones y de las personas; temas que debo cuestionar en lo que me atañe.  

Cuando conectamos directamente con los profesores universitarios, algunos más jóvenes y, otros, menos jóvenes, que se van a encargar de acoger a sus alumnos, la realidad de los problemas, siempre o la mayoría de las veces, se reduce a una cuestión de remuneración, y, por ende, de méritos. Me parece que es evidente que la función del profesor no se debe reducir a problemas de subsistencia o a ser aplaudidos por sus alumnos o reconocidos en supuestos rankings numéricos, que son importantes y necesarios; pero hay que observar críticamente su dimensión, y especialmente los criterios de objetividad que se utilizan, porque, de lo contrario, puede suceder que el profesorado universitario experimente una vida de encantamiento o de permanente inseguridad y terror. Las consecuencias son inmediatas: el contexto universitario desvía absolutamente los objetivos reales de la investigación y docencia universitaria y el conocimiento, que es lo verdaderamente importante, queda en el baúl de los recuerdos.

En efecto, cuando se incide en la persona o en los gestores, todo se concreta y resume en un tema todavía más principal y protagonista: la investigación. Siempre los mismos o parecidos comentarios “¡Que hay que investigar y no se investiga! ¡Que hay que cumplir las exigencias investigadoras del Ministerio o de la Aneca! ¡Que si no tengo un sexenio no ingreso más o no puedo presentarme en tal o cual proyecto! ¡Qué debo ahorrar dinero y cumplir las exigencias de aquellas publicaciones que tienen puntos y conceden méritos! ... son afirmaciones, -normalmente tajantes-, que se repiten mucho en todas las universidades españolas. Parece que esto de la universidad se concreta realmente en un tipo de relación muy explícito para las ciencias sociales, además de extraño: el profesor que trabaja en comunicación debe adaptarse a las exigencias de la Administración y de metodologías más propias de las ciencias naturales, o se queda fuera de su propio contexto. Parece que ahí el Departamento universitario como unidad investigadora de la propia universidad no existe.

De entrada, se ha olvidado el objetivo principal en un Área de Conocimiento como la comunicación. Hay que hablar de la naturaleza, objeto y fundamento de la universidad: el conocimiento, y nada más. Parece que todo se reduce hablar de política y de gestión, cuando lo primero y más importante es lo que significa el conocimiento de la comunicación en su sentido más amplio y filosóficamente profundo. Es lo verdaderamente importante porque lo segundo, la administración y la política siendo cuestiones serias, en definitiva son exclusivamente instrumentales. Las metodologías científicas de otras áreas de conocimiento y sus exigencias están haciendo mucho daño al investigador de las ciencias sociales y, más todavía al profesor que imparte dichas disciplinas relacionadas con la comunicación, porque, su novedad como Área de Conocimiento en la universidad española -apenas veinte años-, tiene que enfrentarse a un panorama de descrédito y de ignorancia por parte de alumnos, gestores administrativos e, incluso, de los propios ciudadanos. 

Por eso mismo, en el ámbito de la comunicación, los problemas se multiplican más todavía que en otras ciencias sociales, porque muchas de las áreas de contenido de la comunicación, conectan con cuestiones epistemológicas muy diversas e incluso alejadas de los objetivos presuntamente principales. Este aspecto se debe a que muchos contenidos se relacionan con los Medios de Comunicación, otros, con la psicología y sociología de las audiencias y otros con la mentalidad de los grupos sociales y alguna, más todavía, con los contenidos morales y las creencias e ideología que existen en las Instituciones, empresas y Agencias que gestionan la comunicación. Todo este conjunto de referentes expresan la enorme complejidad del universo de la comunicación y la dificultad de su estudio a nivel universitario. La transversalidad e interactividad de los temas es tan enorme que, muchas veces, no solamente queda impedido su conocimiento en los propios planes de estudio, sino que la investigación requiere, permítaseme decirlo, una creatividad metodológica que no siempre cabe en la rigidez administrativa y desconocimiento político, que parece gobernar la universidad o el propio desconocimiento de sus gestores. En efecto, en muchos momentos la investigación parece tener una performance, cuya metodología no se adapta a los problemas de comunicación que deben conocerse; esto es un gran problema que, hoy por hoy, tiene la investigación en comunicación y que sigue sin solución.

Con la crisis de la modernidad y la secularización, la ciencia terminó con la religión, pero ahora también quiere cargarse aquel conocimiento que no se adapta a sus metodologías y propio lenguaje. Este es ahora un problema añadido, que se suma a los anteriores; un problema que afecta directamente a la propia libertad moral que debe tener el investigador en comunicación a la hora de trabajar y orientar sus objetivos y contenidos principales. Los administradores de la universidad y los agentes políticos que intervienen no tienen nada que decir sobre lo que se debe investigar, porque el tratamiento del conocimiento no depende de ellos sino de los profesores e investigadores y si acaso del propio departamento al que pertenecen, que es el que debe determinar lo que se debe investigar y el modo y forma de hacerlo. En las ciencias sociales este debería ser el requisito principal y la exigencia mínima que debería atenderse.

Por eso mismo, ante estas cuestiones, no hace mucho Cris Hedges se hacía una reflexión similar hablando de las grandes Universidades que parecen sufrir una cierta crisis de identidad: Harvard, Yale, Princeton, pero también Oxford, Cambridge, las Universidad de Toronto, el Instituto de Estudios Políticos de París, la mayoría de los más importantes centros dedicados al conocimiento, ofrecen resultados más que mediocres en lo que respecta la transmisión a los estudiantes de la capacidad de pensar y hacerse preguntas. Por eso, continúa Hedges, gracias a los filtros que son los test estandarizados, o las actividades adquisitivas, el reconocimiento de equivalencias, las tutorías bien remuneradas y la sumisión ciega a la autoridad, estas venerables instituciones se ocupan esencialmente de fabricar hordas de administradores competentes[2]. Sin duda, la universidad no está para formar buenos administrativos, sino para dar ideas y soluciones a los problemas, por muy abstractos que estos sean, porque, por ejemplo, la infelicidad de las personas o su mala información es tan empírica como la piedra que nos hace tropezar en nuestro caminar diario por la vida.

Muy recientemente, J. Gray[3] redunda en opiniones similares: en escuelas y universidades, -escribe-, la educación inculca conformidad con la ideología progresista dominante. El arte se juzga en función del servicio que presta a los objetivos políticos aceptados. Quienes discrepan con las ortodoxias en materia de raza, género o imperialismo ven sus carreras truncadas y quedan borrados de la vida pública. Esta represión no es obra de los Gobiernos. Es la sociedad civil la que formula y hace cumplir los catecismos dominantes. Porque, en efecto, el camino hacia el futuro del conocimiento debe recorrer necesariamente el pasado y redefinir las cuestiones frente a las exigencias de las transformaciones sociales. Esta es una obligación de la universidad, que debe asumir en lo que significa y no seguir divagando en un jardín florido de sectas fundamentalistas, cultos “woke” y oligarcas tecnofuturistas[4]. Lo único que consigue este puro dilentantismo universitario es engañar y blanquear lo que no es conocimiento y privar a sus investigadores de su verdadero objetivo de investigación: el ser humano.

Es necesario observar la crítica a estos comentarios desde perspectivas concretas y dirigidas a “enseñar a pensar” y “ofrecer ideas a la sociedad”; para ello la investigación universitaria en comunicación debe orientarse hacia el conocimiento y su investigación, no hacia los méritos y el ranking. Hay que cambiar todos los procesos e injusticias que yo mismo he observado en mi experiencia universitaria, de lo contrario, la universidad no solo será incapaz de ofrecer ideas a la sociedad sino que se habrá quedado sin ellas, habrá perdido toda la capacidad que llegó a tener en algún momento y de lo que hoy tanto se habla: habrá perdido el talento. Actualmente la investigación universitaria en comunicación no tiene nada que ver con el conocimiento. Al tratarse de las ciencias sociales y, especialmente, en temas de comunicación, la universidad, debe liberarse de la política; y la izquierda española, al menos la que hoy gobierna en España, -que no es marxista sino que es wokista[5]-, debe dejar de decir tonterías, que no ayudan a la claridad y la coherencia moral de las ideas de los ciudadanos y al propio progreso en el saber y el conocimiento.

 

[1] Ver, J. Benavides Delgado, Reiventar la ética   publicado en “Diario Responsable” 29 de noviembre de 2024. También, Con la reflexión ética hay que empezar desde cero en “Nuevas dimensiones de la reflexión ética: de la IA a las nuevas identidades organizacionales” (A. Monfort  & N. Villagra, eds.), Universidad P. Comillas, Madrid 2024, pp. 69-80.

[2] Cita textual de C. Hedges, L´empire de l´llusion. La mort de la culture y le triomphe du espectacle (2009), Lux, Collection “Futur Proche”, Monteral, 2022, pp. 119-120. Esta cita esta extraída del libro de Alain Deneault, Izquierda caníbal y derecha vándala. Las malas costumbres de la política, Conseil des Arts du Canada, Montreal 2024, p. 142.

[3]J. Gray, Los nuevos leviatanes. Reflexiones para después del Liberalism0 (2023), Madrid, Sexto Piso (2024), p. 13.

[4] J. Gray, ibid., p. 179.

[5] Aprovecho para aconsejar la lectura de los libros de J. F. Braunstein, La filosofía se ha vuelto loca, (2019 (3ª ed,), Barcelona, Ariel) y La Religión Woke, (2024) Madrid, La esfera de los libros).

 

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