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La universidad contemporánea vive en un estado de tensión permanente. Lejos de ser el sereno claustro del saber, se ha convertido en un campo de batalla donde colisionan fuerzas económicas, políticas e ideológicas. El debate sobre su propósito, su calidad y su futuro ya no es exclusivo de los círculos académicos, sino que refleja una crisis más profunda de la sociedad.
La Universidad en la encrucijada: humanismo y utilidad en la era de la polarización

El problema es triple: técnico, social y político dando idea de la complejidad de un desafío que abarca desde la burocracia y la falta de recursos hasta su rol en una sociedad fragmentada y su creciente politización.

Se podría incluso decir que la universidad está atrapada entre dos fuegos: por un lado, las presiones externas de un ecosistema mediático que fomenta la polarización y convierte al individuo en un producto; por otro, las tensiones internas entre un modelo humanista, que busca la formación integral de la persona, y un paradigma utilitarista que la reduce a un mero instrumento para el mercado laboral. La pregunta que subyace es fundamental: ¿qué debe cultivar y crear la universidad? ¿Debe ser una "creadora de doctrina" o debe volver a ser una "cuna del pensamiento crítico"? 

La cultura disgregadora y el papel de los medios

Vivimos una cultura disgregadora, que promueve la división, la separación y la falta de cohesión en nuestra sociedad. Esta fragmentación no es un fenómeno abstracto, sino el resultado de dinámicas concretas, donde los medios de comunicación juegan un papel central. La estructura de poder mediático —compuesta por periodistas, agencias, anunciantes y empresas— ha redefinido la relación entre el individuo y la información. Se observa un "divorcio entre la realidad y el mensaje", donde la neutralidad informativa es una quimera y el discurso se diseña no para el ciudadano, sino para el consumidor.

El mecanismo es perverso y se resume en una frase de una crudeza reveladora: "Un humano pierde su valor para ser contable y generar producto. Los medios son la herramienta para esta conversión". En este paradigma, la persona, con sus valores y su ética, es transformada en un perfil de consumidor. La herramienta para esta alquimia es la emoción. Se devalúa el discurso racional para apelar a los "vínculos de emoción y marca", vendiendo no ya productos, sino emociones empaquetadas. El resultado es un ecosistema que fomenta la polarización a través de la exacerbación de identidades, ideologías, racismos y "wokismo", creando escenarios de no-convivencia en lugar de espacios de diálogo.

La universidad no es inmune a este proceso. Por el contrario, sufre la "ausencia de apoyo" y se convierte en otro campo donde se libra esta batalla por el "uso de 'las verdades'". La búsqueda de una verdad universal, o al menos de un método riguroso para aproximarse a ella, es reemplazada por la proliferación de narrativas enfrentadas. En este contexto, la institución se ve presionada a tomar partido, perdiendo su capacidad para ser un árbitro neutral y un espacio para el "diálogo sereno, riguroso e intelectual". 

La Tensión Interna: Humanismo frente a Utilitarismo

Si el asedio externo es político y mediático, la crisis interna es fundamentalmente filosófica y existencial. Se manifiesta en una serie de tensiones que definen el día a día de la vida académica:

  • Contenidos vs. habilidades: La pugna entre una educación basada en el conocimiento profundo y una enfocada en la adquisición de competencias prácticas para el mercado.
  • Ciencias vs. letras y humanidades: Una tensión histórica que se agrava a medida que la financiación y el prestigio se inclinan hacia las disciplinas STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas), a menudo en detrimento de la formación humanística.
  • Función social vs. especialización: El dilema entre servir a la sociedad en su conjunto, formando ciudadanos críticos y comprometidos, o funcionar como una factoría de profesionales hiperespecializados.

Este conflicto se puede enmarcar en la lucha entre dos visiones del mundo, representadas en por la dicotomía entre la "Singularity University" y la "Jordan Peterson Academy". La primera simboliza un futuro tecnocrático, veloz y utilitario, un "Brave New World" donde el valor se mide en eficiencia. La segunda apela a una recuperación de las grandes narrativas, la psicología profunda y el sentido existencial.

La tradición humanista, encarnada en el lema jesuítico de "Utilitas, Humanitas, Iustitia, Fides" (Utilidad, Humanidad, Justicia, Fe), postula que la utilidad no puede desvincularse de la formación del carácter, el sentido de la justicia y una apertura a la trascendencia. Sin embargo, la realidad actual muestra un desequilibrio alarmante. La crítica a una "visión utilitarista de la universidad" es recurrente. Se advierte contra el peligro de reducir la educación a la mera transmisión de "competencias menos para el vivir", convirtiendo a la institución en una expendedora de títulos sin alma.

Esta deriva utilitarista se ve reforzada por estructuras internas anquilosadas, como la "inamovilidad de la cátedra" o una "estructura piramidal" que frena la innovación y el pensamiento democrático. La burocracia excesiva y la necesidad de fijar criterios de funcionamiento que no sean puramente políticos o económicos son síntomas de esta pérdida de rumbo y que puede concretarse como señala Douglas North, en que las instituciones y sus reglas de juego son cruciales siendo su importancia más clara cuando estas reglas priorizan la eficiencia contable sobre la misión educativa pues vienen a resultar en el empobrecimiento del propósito universitario (razón o intención de la experiencia educativa de un estudiante en la universidad). Y si es te panorama parece aterrador, tengo una mala noticia. El mismo mal se ha instalado en nuestras empresas e instituciones públicas. 

Un nuevo renacer: La responsabilidad docente y la recuperación del sentido

Frente a este panorama sombrío, ¿existe una salida? No cabe anclarse en el lamento, sino que es necesario buscar un nuevo camino, un "renacimiento", que depende, en gran medida, de la acción consciente de la comunidad académica. La clave reside en la responsabilidad. Se destaca una idea poderosa: "si el entorno no favorece, nosotros tenemos la capacidad de elegir y transmitir y hacer que nuestra voz genere eco no por la ausencia sino por la reverberación de nuestras palabras".

Esta es una llamada a la acción individual y colectiva donde el docente no puede ser una figura pasiva. Incluso en un contexto adverso, sigue siendo "la voz predicante en el desierto", con la potestad de reclamar, si no el apoyo de los medios, al menos la "libertad de cátedra" para ejercer su misión. Esta misión trasciende la mera instrucción. Implica "educar en valores, educar, pensar críticamente" y, de manera fundamental, "recuperar la cultura del esfuerzo y la decencia".

Para ello, es imperativo cambiar el marco temporal. Se debe transitar de una "educación cortoplacista", obsesionada con resultados inmediatos, a una "educación a largo plazo". Esto implica "recuperar el uso adecuado del lenguaje" como herramienta de precisión contra la manipulación mediática y la simplificación ideológica y nuevamente ahí la universidad debe volver a ser el lugar donde se aprende a pensar, a debatir y a discernir, frente a ser vista como el sitio donde se reciben dogmas o se blanquea el conocimiento con una pátina pseudocientífica para servir a intereses particulares.

Este renacimiento pasa por reafirmar que el "producto" de la universidad no es un profesional intercambiable, sino un ciudadano. Por ello, se debe perfilar a la persona, no al consumidor. El conocimiento y la pregunta por la educación deben resistir la tentación utilitarista. Como proponía Giner de los Ríos, la educación es una tarea de transmisión y una "cuna del pensamiento crítico", y su papel va "más allá de la visión marketiniana". En última instancia, se trata de un "ejercicio responsable de la libertad en busca del bien", suplantando la lógica del derecho instrumental por una ética política y social robusta que permita formar auténticos hombres (y mujeres) capacitados para guiarse a sí mismos y a la sociedad. 

Conclusión: reclamar el alma de la universidad

La universidad se encuentra en una encrucijada crítica. Asediada por una cultura de la fragmentación y la polarización, y erosionada desde dentro por la tensión entre el humanismo y el utilitarismo. Con todo ello, corre el riesgo de perder su esencia. El diagnóstico es claro: problemas estructurales, presiones mediáticas y una profunda crisis de propósito amenazan con convertirla en una institución irrelevante o, peor aún, en una herramienta al servicio de poderes ajenos a la búsqueda del conocimiento y la verdad.

Sin embargo, la solución no reside únicamente en reformas estructurales o en mayores presupuestos, aunque sean necesarios. La verdadera transformación debe ser una reafirmación consciente y valiente de su misión fundamental. La comunidad académica, y en especial sus docentes, tiene la responsabilidad ineludible de hacer oír su voz, de cultivar el pensamiento crítico, de educar en la complejidad y de defender un modelo de formación integral.

El camino a seguir implica recuperar el equilibrio perdido, aquel donde la utilidad (utilitas) está al servicio de la humanidad (humanitas), guiada por un anhelo de justicia (iustitia) y abierta a las grandes preguntas del sentido (fides). Solo así podrá la universidad superar la crisis actual y reafirmarse como lo que siempre debió ser: un espacio de libertad indispensable para la salud de la democracia y el florecimiento de la persona. La lucha no es por su supervivencia, sino por su alma.

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