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Con su suave cimbreo las olas del mar han dado pie a ensoñaciones, deseos, encuentros y despechos. Pero si unos han sido positivos como el ser elemento vertebrador del desarrollo de la civilización mediterránea: sustento del hombre y fuente del origen de la vida; otros han sido muestra de sus insondables y aterradores peligros.
Cuán malvada es la marea

El mismo ser humano, que en ocasiones ha sido aventurero, en momentos ha sido precavido y ha gustado de quedarse en sus orillas gozando de los placeres marinos sin enfrentarse a sus arcanos y siempre sorprendentes amenazas. Tiempo ha pasado ya desde que los marinos de la Cícladas llegaron a las costas occidentales del Mediterráneo hace casi 5.000 años[1], pero algo no ha cambiado desde entonces. ¿Lo imagina Vd. mi querido lector?... La marea. Sube y baja, alejada del ajetreo de los mortales y siempre fiel a su selénica cita. Y es malvada la marea, sí. ¡Malvada! Sube y baja. Sube para cubrir las carencias, para ocultar las vergüenzas, para protegernos del desamparo de la desnudez y el individualismo. Y baja para recordarnos que solo es un refugio temporal. Un mero sueño pasajero que nos deja al albur de los elementos y la iniquidad.

Y así mismo, como la marea, nuestra sociedad que crece y prospera en la costa de nuestro conocimiento y de nuestro desarrollo, por momentos civilizado, se encuentra con su propia desnudez cuando toma conciencia que lo que nos había cubierto, nos había protegido, ya no es más que un recuerdo que se escapa de nosotros a la misma velocidad con la que vino. Y así es nuestra sociedad. Como aquel que estando en la costa ve cubrirse su miseria con la justicia, igualdad y dignidad que parece rodearle. Con unos principios éticos, con unos principios morales, con toda una jerarquía de valores y normas que le invisten de autoridad y poder para, cual Poseidón, tomar control de los mares y hacerlos medrar a su antojo. Pero ¡ay!, esa malvada marea que nos dio todo su poder y nos legitimó para dictar qué hacer y qué no hacer, cómo hacer y cómo no entorpecer, de repente se ha ido. Se ha retirado. Nos ha dejado con todo nuestro pudor expuesto a los elementos y ha hecho que el constructo de legitimidad se venga abajo. Que las instituciones públicas pierdan su autoridad moral, que las diferencias y enfrentamientos antes ocultos sean ahora visibles. Y que la ética, que antes nos acogió en sus amorosos brazos, en sus cimbreantes olas, quede reducida a la norma y al contexto. A la arena bajo nuestros pies que hace tambalear nuestro paso. Y al irse la marea, se lleva su conocimiento con ella, se pierde su objetivo, se frustra su finalidad.

Y así estamos, viendo subir la marea de los nuevos conocimientos, de los nuevos mitos sociales, de los medios de comunicación y su gestión de la información y de todas las cosas que nos han ofrecido un conocimiento nuevo que ha sido traído por la marea (medio ambiente, sostenibilidad, innovación, valores, formación, inteligencia artificial…). Cuando menos lo pensamos, la marea comienza a bajar y nos deja sobre la arena los murmullos de lo que un día nos dio cobijo: la universidad, las instituciones, la sociedad civil…

¿Es la marea malvada quien nos dio y ahora nos quita? ¿O somos nosotros quienes nos cobijamos al calor de las aguas de verano y ahora descubrimos que nos han abandonado? Reconozco que hasta este punto la cuestión parece más una parábola que una reflexión, pero traslademos el imaginario al mundo real y veamos si la marea nos sigue cubriendo o si definitivamente nos ha dejado expuestos.

Una breve aclaración procedente para contextualizar la parábola. El ser humano desde que tiene conciencia se ha enfrentado a la adquisición de conocimiento y a su gestión. Este conocimiento (la marea) le ha ayudado a fijar sus objetivos, a protegerse, a cubrir sus carencias. No estaba esa mar exenta de peligros, pero por ser en muchas ocasiones ajenos a la propia voluntad, se han dejado de lado y se ha seguido permeando de conocimiento a toda la estructura social. Al constructo al que hacía antes mención. Todo ese desarrollo, toda esa evolución nos ha llevado a sentirnos cómodos, a sentirnos protegidos, a contar con esa suerte de refugio frente al frío de quien osaba abandonar las aguas. Ese nivel conceptual, promovido por universidades, instituciones y sociedad civil, se ha encontrado de repente con que la marea ha bajado. Y ya no bastaba asomar la cabeza por encima del nivel de las aguas y lanzar proclamas y consignas. Al bajar la marea se ha visto que se había trastocado la estructura social. Que el lenguaje por si mismo no es suficiente para construir valor y que las nuevas formas de entender y comprender el conocimiento implicaban que lo que abiertamente se decía debía tener un fundamento en los hechos y las acciones. Y estas eran cosas distintas. Al bajar la marea se ve quién está vestido y quién es otro emperador luciendo sus lustrosas galas nuevas como en la conocida fábula de Hans Christian Andersen (1837).

Las aguas están bajando, la marea está descubriendo las verdades que cada uno ocultaba y surge la pregunta relevante e importante: ¿estamos en condiciones de hablar de ética frente a la crisis de occidente respecto de principios, valores y fundamentos de sus creencias y cultura? ¿Es occidente capaz de demostrar que todo lo que la marea cubrió y ahora ha destapado es defendible, adecuado, pertinente, idóneo o útil? La nueva cultura de la “globalización individualista” lleva a que la capacidad del individuo haya quedado maltrecha. A que la gestión del mensaje haya superado al propio mensaje en sí mismo. A que la mera discrepancia sea reprimida y denostada. Y en definitiva a un abandono de la capacidad del Ser por su potencial a cambio de la ilusión del Ser por su deseo. Nos hemos transformado en una sociedad global pero profundamente egoísta. Global pero sumamente individualista. Y eso ha socavado los valores fundamentales de la sociedad civil y por ende de sus instituciones anejas (la universidad y la política). Prima el tener sobre el ser; prima el poseer sobre el conocer; prima el mensaje sobre la verdad, sobre la ética, sobre la justicia.

Hemos herido gravemente, si no de muerte, a la sociedad occidental. Hemos olvidado el empirismo de John Locke (1632-1704) y la necesidad de sustentar el conocimiento sobre la experiencia para aferrarnos al advenedizo propósito dejando para ello de lado el pacto social donde todos los individuos están sometidos a la misma ley[2]. Cual moderno Pigmalión hemos esculpido a Galatea, a nuestra sociedad moderna, y nos hemos enamorado de ella. No había otra solución, no se encontraba otra alternativa. Pero en esa ensoñación, que nos llegó sobre nuestra propia voluntad, no hemos hecho otra cosa que construir nuestro hipogeo[3].

Y la marea ha bajado. Nuestro mausoleo está expuesto. Nuestra Galatea se está volviendo arena bajo nuestros pies y quienes habían tomado la responsabilidad de poner orden en este caos… la universidad, la política, la sociedad civil… no encuentran respuesta. No ven cómo reiniciar el ciclo de la vida y darnos una nueva ánima[4]. Un nuevo amanecer. Una nueva luz que nos guíe en el páramo dejado por la marea al retirarse. Luís Mateo Díez, Premio Nacional de las Letras Españolas de 2020 nos dejó plasmada la gran metáfora de la desaparición de la cultura en “El Reino de Celama” (2017). La desaparición de una cultura es traumática, y dolorosa, pero no es absoluta. La marea volverá a subir. Pero mientras sube la marea tendremos en nuestra mano gestionar la transformación para vestir de nuevo a nuestra sociedad y recuperar lo grande que un día tuvo y lo bueno que nunca debió de perder.

Epílogo.

La marea subirá, y volverá a cubrir nuestras debilidades, nuestras inconsistencias, nuestras carencias… Pero las aguas son caprichosas y nuevos peligros nos estarán acechando bajo sus frías y oscuras ondulaciones. La marea subirá y mecerá nuestro cuerpo, nuestra sociedad, llevándola de un sitio a otro. Pero si cumplimos con nuestra obligación, si defendemos la fortaleza de nuestros principios, si encontramos un asiento de utilidad, humanidad, justicia y fe tal como proclamaba en 2008 el P. Adolfo Nicolás, S.J. al hablar de “Misión y Universidad”[5], quizá podamos proclamar como él que hay esperanza, que se puede trabajar el “espíritu humano” y que con ello alcanzaremos mayor sensibilidad, madurez, justicia y solidaridad para estar mejor preparados cuando baje la marea.

 

[1] FAURE, P., La vida cotidiana en la Creta minoica, Barcelona, 1984

[2] Dicho sea sin menoscabo del cada vez más vilipendiado artículo 14 de nuestra Constitución Española (1978): “los españoles son iguales ante la ley (…)”

[3] Nombre masculino que es su primera acepción del diccionario de la Real Academia Española de la lengua (RAE) se da a la “bóveda subterránea que en la Antigüedad se usaba para conservar los cadáveres sin quemarlos”

[4] Del griego ánemos (soplo) y que significando “alma” en su primera acepción de la RAE guarda sin embargo una tercera acepción de gran interés para el texto que nos ocupa: “cosa que se mete en el hueco de algunas piezas para darles solidez”.

[5] El Paradigma Ledesma Kolvenback, Identidad y Misión para las universidades jesuitas, 2011. Consultado en Enero de 2025 en https://unijes.net/wp-content/uploads/2019/06/El-Paradigma-Ledesma-Kolvenbach.pdf

 

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