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La boya de sa Dragonera (Mallorca) registró en junio temperaturas por encima de los 29,8 °C, una cifra sin precedentes en esa época del año. Y aún faltaban semanas para el pico del verano. El mar Mediterráneo se calienta entre 1,5 y 2 veces más rápido que la media de los océanos del planeta, y lo que en otro tiempo fue un mar templado, hoy comienza a parecerse a una bañera termal. El problema no es solo una sensación desagradable al nadar. El problema está bajo la superficie, donde se libra una batalla invisible. Y la estamos perdiendo.
El Mediterráneo se incendia bajo la superficie, urgencia ecológica en un mar en llamas

Los científicos lo han descrito como “incendios forestales submarinos”. Las olas de calor marinas, cada vez más frecuentes, intensas y prolongadas, están provocando la mortandad masiva de organismos marinos en el Mediterráneo occidental. Entre 2015 y 2019, un estudio del Institut de Ciències del Mar (ICM-CSIC) documentó mortalidades masivas en más de 50 especies en toda la cuenca. El panorama en las aguas de Baleares no es distinto: corales, esponjas, briozoos, algas y, sobre todo, la posidonia oceánica, están en serio declive.

La posidonia no es un alga, es una planta superior. Y es mucho más que un adorno marino: forma praderas submarinas que actúan como auténticos pulmones del mar. Fijan el sustrato, oxigenan el agua, capturan carbono, y sirven de refugio a cientos de especies. Es una pieza clave de los ecosistemas litorales mediterráneos. Pero muere cuando la temperatura del agua supera los 28 ºC de forma sostenida. En 2022 y 2023, las aguas del mar Balear superaron ese umbral durante más de 30 días seguidos. Sin descanso térmico, la posidonia se debilita, enferma y muere. Y lo que muere con ella es mucho más que una planta.

La pérdida de posidonia supone la desaparición de hábitats esenciales para la biodiversidad marina. Significa menos peces, menos invertebrados, menos vida. También implica menos protección costera: las playas se erosionan sin su sostén vegetal. Y con la subida del nivel del mar, este fenómeno se multiplica. Según la investigadora del IMEDEA, Núria Marbà, si esta tendencia continúa podríamos perder más del 50% de las playas baleares en pocas décadas. Una transformación del paisaje costero sin precedentes.

Pero el problema no se limita a la posidonia. En el Egeo, en 2021, se reportó la muerte masiva de esponjas negras debido a una proliferación bacteriana favorecida por el calor. Otro símbolo, la nacra (Pinna nobilis), el molusco más grande del Mediterráneo, ha sido diezmado por un parásito favorecido por la salinización de las aguas secundaria al calentamiento. Y mientras las especies autóctonas luchan por sobrevivir, especies invasoras encuentran un nuevo hogar. Más de 1.000 especies foráneas, muchas procedentes del mar Rojo, han colonizado ya el Mediterráneo: peces león, algas exóticas, incluso la peligrosa carabela portuguesa. Organismos que alteran la red trófica, compiten con especies locales y desequilibran aún más un ecosistema ya frágil.

El calentamiento del mar también provoca estratificación de las aguas, es decir, capas de agua caliente que impiden el intercambio vertical de nutrientes y oxígeno. Esto reduce la productividad marina y favorece zonas hipóxicas (pobres en oxígeno), lo que afecta tanto a la biodiversidad como a la pesca. El equilibrio se rompe. Lo que antes era un mar fértil, empieza a mostrar signos de agotamiento.

Todo ello representa una amenaza directa no sólo para la biodiversidad, sino para los servicios ecosistémicos que sustentan nuestra vida: la pesca, la estabilidad de la costa, el secuestro de carbono azul. Un Mediterráneo recalentado es un mar menos vivo, menos útil y más inestable. Un mar que enferma y que nos alerta, desde su lámina de impecable color azul, de que el tiempo se agota.

Nos encontramos ante una emergencia ecológica de primer orden. El colapso de los ecosistemas marinos mediterráneos no es un escenario lejano: ya está en marcha. La posidonia se desvanece, las especies autóctonas se tambalean, las invasoras prosperan, y el equilibrio que durante siglos sostuvo la vida marina está fracturándose ante nuestros ojos. No podemos limitarnos a ser testigos.

Debemos actuar con decisión. Esto implica: Invertir en la restauración activa de hábitats marinos, especialmente las praderas de posidonia. Limitar las actividades que agravan el problema: fondeos ilegales, vertidos, sobrepesca.  Ampliar las zonas marinas protegidas, y dotarlas de recursos reales para su vigilancia y recuperación. Apostar por la investigación científica aplicada a la adaptación climática marina. Y sobre todo, reducir drásticamente las emisiones que están provocando este calentamiento.

El mar Mediterráneo no es una piscina: es un ecosistema milenario, un bien común, un regulador climático y un tesoro de biodiversidad. Protegerlo no es un lujo ecológico, es una necesidad vital. Su colapso sería también el nuestro.

En el silencio de las profundidades, la vida del mar pide ayuda. Escuchémosla. Porque el Mediterráneo que conocemos, ese azul que nos define, ese hogar que acoge vida humana y marina se está apagando. Y aún estamos a tiempo de evitarlo.

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