Vivimos en un mundo donde el ruido de los resultados ahoga cualquier atisbo de reflexión. Las métricas, los balances y los objetivos trimestrales se han convertido en el lenguaje dominante de las organizaciones. Mientras tanto, el sentido, ese horizonte que da coherencia y alma, ha quedado relegado al margen. Nos obsesionamos con el qué y el cómo, pero olvidamos el porqué. Y sin un norte claro, cada acción corre el riesgo de convertirse en un movimiento vacío.