Y no lo digo yo, sino que se incluye en el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU (Carta a los Estados partes, 16 de mayo de 2012).
De hecho, ya solo el Artículo 27.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (Asamblea General de la ONU, 1948) nos dice que «toda persona tiene derecho a tomar parte libremente en la vida cultural de la comunidad, a gozar de las artes y a participar en el progreso científico y en los beneficios que de él resulten», esto es, «[…] la participación en la vida cultural, el acceso a la vida cultural y la contribución a la vida cultural», comprendiendo como cultura «las formas de vida, el lenguaje, la literatura escrita y oral, la música y las canciones, la comunicación no verbal, […] etc.» —según el párrafo 15.1.a) de la Observación General nº 21 (Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. ONU, 2009).
Por lo tanto, es más que evidente que, internacionalmente, la cultura se reconoce como derecho fundamental, pero, ¿realmente tenemos acceso a ella? Aquí es donde entra la relación entre los derechos a la cultura o a la educación y el libre desarrollo de la personalidad.
¿Cuáles son las posibles barreras que dificultan un acceso a la cultura? Pues bien, lo primero que se nos viene a la cabeza son las dificultades económicas o los factores demográficos; no obstante, hace décadas que estos pueden no ser los principales problemas. Podríamos pensar que el poder adquisitivo o el lugar de residencia son grandes impedimentos; no obstante, los avances tecnológicos, la creación de internet y; en consecuencia, la globalización de la industria cultural, ha conseguido que el arte pueda llegar a todos los hogares, y que estos puedan participar y disfrutar de él. Entonces, ¿por qué seguimos sin tener acceso a la cultura?
La Real Academia Española define cultura como «conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc.», pero también como «conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico». Y es aquí donde radica la cuestión, en el juicio crítico.
El sistema educativo español no cuenta con una formación que logre desarrollar óptimamente el pensamiento crítico, la creatividad y la proactividad de los estudiantes dados sus bajos contenidos en arte y cultura, y esto no es sólo debido a la insuficiente importancia que se les da a las asignaturas de carácter artístico en los planes de estudio. La educación cultural y artística abarca el aprendizaje sobre, en y mediante la cultura y las artes, por lo que puede darse en todas las asignaturas y en todos los niveles educativos, además de en diferentes entornos.
Una educación rica en cultura y artes puede dotar a nuestros futuros conciudadanos con las facultades necesarias para desempeñar una vida libre en comunidad. La participación y formación en las diversas áreas artísticas, como la música, la danza y las artes visuales, fomenta el pensamiento crítico y creativo, así como la capacidad de lectura, la agilidad cognitiva, la capacidad de colaboración y, además, mejorar el rendimiento académico.
Son numerosos los beneficios que puede aportar una formación con altos contenidos en arte y cultura:
Por un lado, las competencias que cultiva la educación cultural y artística, como la capacidad de observación, la colaboración y la reflexión, que favorecen la creatividad y la adaptabilidad, son cada vez más valoradas en el mercado laboral moderno, por lo que, este tipo de formación proporcionaría a los estudiantes mayores cualidades para optar a un puesto de trabajo.
Asimismo, esta educación también desarrolla habilidades socioemocionales vitales que permiten prosperar como personas y ciudadanos. Las investigaciones demuestran que este tipo de educación fomenta la compasión por los demás y la empatía. Permite a los alumnos hacer introspección, adoptar diversas perspectivas y desarrollar diferentes formas de entender el mundo. La participación en actividades artísticas también se ha relacionado con un mayor compromiso cívico, tolerancia social y comportamientos respetuosos con la diversidad —según estudios realizados por la UNESCO.
Por otro lado, una educación fundamentada en el arte y la cultura contribuye a la reducción de las desigualdades sociales y fomenta la igualdad de oportunidades. Las investigaciones indican que los estudiantes de entornos socioeconómicos con ingresos bajos que participan en la educación artística muestran un mayor rendimiento académico, tasas de graduación y motivación para continuar sus estudios —afirman las investigaciones—, por lo que, integrar el arte y la cultura en nuestro sistema educativo lo convertiría en uno más justo e igualitario.
En definitiva, la cultura es uno de nuestros derechos fundamentales, un derecho que nos hace libres en pensamiento, y que lucha contra la ignorancia y el adoctrinamiento. Un derecho sin el cual podemos vivir en bienestar en la sociedad que tenemos, y aun menos en la que viene. Un derecho al que muchos no tienen acceso, pero que necesita de una puerta, de la educación, para entrar en las vidas de las nuevas generaciones.
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