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El mes pasado se hicieron públicos los premios Ig nobel, aquellos que condecoran investigaciones que primero hacen reír y más tarde pensar. En el ámbito de la economía el ganador ha sido Talent vs. Luck: The Role of Randomness in Success and Failure, un paper que da una explicación matemática de por qué el éxito depende en mayor medida de la suerte que del talento. Si asumimos que las capacidades se correlacionan con el coeficiente intelectual -que sigue una distribución normal- y entendemos como aproximación de éxito el patrimonio -siguiendo una ley potencial con un 1% acaparando el 45% de la riqueza personal mundial- es evidente que el talento no tiene un coeficiente de determinación elevado.
La quimera de la meritocracia

Podría ser un buen momento para rememorar el libro que escribió Michael Young hace poco más de 60 años. En El triunfo de la meritocracia un sociólogo ficticio analiza en el 2033 su presente orden público, en el que la cúspide de la jerarquía social ya no viene determinada por una herencia económica sino genética.

Si bien históricamente la hegemonía cultural iba en contra de los intereses comunes y especialmente de las clases desfavorecidas, este nuevo sistema promulga una falsa justicia de inocua semejanza en nombre de la eficiencia. La creencia en el mérito contrapuesta a la responsabilidad de los menos agraciados despoja a estos últimos de argumentos frente a cualquier componenda. “Ninguna clase inferior ha quedado nunca tan desnuda moralmente”, firmaba Young. Este es el verdadero peligro de la meritocracia; es una distopía que legitima la desigualdad.

Resulta llamativo que la inequidad de la determinación social de un individuo causada por su herencia económica sea un pensamiento compartido por una amplia mayoría mientras se respalda el talento como método de evaluación. ¿Acaso no son dos caras de la misma moneda?

Hay numerosas evidencias científicas del impacto de la pobreza en la inteligencia. De estas proviene el término scarcity mindset. En un estudio analizaron las capacidades cognitivas de los agricultores a lo largo del ciclo de plantación y observaron diferencias significativas entre momentos previos y posteriores a la cosecha. Otros demostraron una pérdida cercana a 13 puntos en el coeficiente intelectual de aquellas personas con escasos recursos en alguna situación financiera complicada. Esto equivaldría al efecto de no dormir en una noche entera.

Es evidente que no partimos de la misma situación. Aquel español que nazca en el decil más pobre necesitaría al menos cuatro generaciones para alcanzar un ingreso promedio. Por otro lado, un niño nacido en una familia que forme parte del 1% más rico, tiene 24 veces más posibilidades de acabar en esa élite económica que una persona proveniente del percentil más pobre.

Escribió Proudhon que “decir que la propiedad es hija del trabajo y otorgar después al trabajo una propiedad como medio de ejercitarlo es, si no me engaño, formar un vínculo vicioso”. Si pensar que merecemos cobrar nuestro producto marginal del trabajo no es diferenciar entre clases estaríamos asumiendo que quien ha trasnochado podría llegar a rendir lo mismo que quien ha dormido ocho horas. El problema es que el primero vive encima de una discoteca y el segundo ha heredado un adosado en un barrio tranquilo.

Decimos que las diferencias salariales son causadas por el mérito, pero aquellos que nacen en familias pobres están condicionados por su entorno y no pueden demostrar su valía. Por ende, queda demostrado que estamos sustituyendo una tiranía por otra diferente bajo unos principios similares. Tendríamos que haberle prestado un poco más de atención a Robert Michels…

Bien es cierto que el esfuerzo debe recompensarse, pero resulta difícil aislar su efecto en los resultados y aún más la responsabilidad propia en el empeño. Es verdad que nos encontramos entre Escila y Caribdis, las cuestiones importantes no suelen tener soluciones simples, pero si me preguntan por qué lado cruzar el canal casi que me parece lo más sensato dar la vuelta y buscar otro camino.

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