Pero la realidad es que muchas de las preguntas más importantes —las que de verdad pueden cambiar vidas— están ahí, en ese margen que ignoramos. En comunidades que enfrentan pobreza estructural, donde generaciones enteras viven con carencias básicas sin cubrir. En niños y niñas que crecen en entornos adversos sin acceso a estimulación adecuada. En personas con diagnósticos neurológicos complejos para los que no hay respuestas claras ni recursos suficientes. Y también en familias que, día tras día, enfrentan la incertidumbre, con la esperanza —a veces remota— de que la ciencia, algún día, se detenga a mirar.
El cerebro también sufre el contexto
Desde la neurociencia sabemos que el entorno lo cambia todo. Que crecer en una situación de estrés constante sin acceso a lo básico impacta directamente en el desarrollo cerebral. Y no es solo una cuestión de cifras o de diagnósticos sino de calidad de vida.
Estudiar estas situaciones no solo nos ayuda a entender mejor cómo funciona el cerebro humano sino que nos da pistas valiosas para diseñar soluciones que tengan sentido, a medida de los que más lo necesitan pero no siempre es fácil especialmente si la financiación no nos acompaña.
Se requiere tiempo, sensibilidad, compromiso, y una enorme capacidad de adaptación. Requiere salir del laboratorio para ir a los contextos reales, escuchar activamente y evaluar lo que la población objetivo de la investigación necesita.
No se trata de llevar la ciencia “a los otros” como si fuera un gesto altruista. Se trata de reconocer que el conocimiento relevante se produce también en la frontera, en la intersección entre el ámbito académico y el contexto clínico aplicado. Y que allí, en ese espacio muchas veces invisible, se encuentra un potencial inmenso para transformar realidades desde la exploración rigurosa del comportamiento y la cognición humana, por ejemplo.
La ciencia aplicada
En la actualidad se necesita establecer el foco en el para qué de la ciencia. Subrayar la aplicabilidad clínica de una investigación antes que la acumulación de datos sin una interpretación. La ciencia tiene impacto no por los indicadores o los rankings sino por la vida de las personas que necesitan que se explore su trastorno neurológico o que se considere el impacto social de su afección. Son vidas, no datos.
Para avanzar en este enfoque se necesita impulso. Apoyo económico e institucional de las entidades y las universidades que apuestan por el cambio social a partir de disciplinas clave, como la Neurociencia. Un ejemplo de ello son las Ayudas a la investigación que ofrece la Cátedra VIU-NED en Neurociencia Global y Cambio Social, una iniciativa de Fundación NED y la Universidad Internacional de Valencia. Una cátedra de investigación que apoya iniciativas en forma de proyectos que buscan mejorar la vida de las poblaciones más vulnerables desde una perspectiva aplicada, humana, e innovadora.
Invertir en este tipo de ciencia no es solo una decisión académica, sino una apuesta por un modelo de conocimiento más conectado con la realidad y más atento al sufrimiento de las poblaciones más vulnerables. La investigación no puede permanecer indiferente ante las desigualdades ya que el verdadero avance no consiste solo en descubrir lo nuevo sino en hacerlo útil, accesible y relevante para quienes más lo necesitan. Cuando la ciencia se alinea con el propósito, el impacto social está asegurado.