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Tecnología e Inteligencia Artificial para un nuevo Humanismo

Los reunidos en Dartmouth aquel verano de 1956 tuvieron, entre otras, la genial ocurrencia de poner en circulación el rubro Inteligencia Artificial, llamado a conocer gran éxito con el transcurrir de los años. Al paso que con ello quedaba rubricada la partida de nacimiento de toda una disciplina científico-técnica, desde aquella vigorosa metáfora se apuntaba a la esencia de sus aspiraciones intelectuales. Todavía resultaban un tanto vagas e imprecisas, pero aquellos intrépidos organizadores del seminario sobre Inteligencia Artificial -Marvin Minsky, John McCarthy y Claude Shanon- demostraron estar dispuestos a pensar a lo grande -big thinking- y sin cortapisas mentales, dando entrada a un recio viento de innovación del que aún no hemos sentido sino las primeras brisas.

Ahora bien, como va dicho, haber acuñado oficialmente la noción de Inteligencia Artificial constituía, antes que nada, una clara licencia poética; representaba un recurso literario muy bien traído; resultaba ser una sugerente manera de hablar, que hacía uso de un feliz símil: significaba, en suma, una forma vanguardista y creativa de proponer, desde la analogía, un nombre con el que bautizar a una criatura, aún nonata, cuando aquélla no pasaba de ser sino un proyecto de científicos soñadores. Una propuesta capaz de hacer que, como en el juego del mus cuando se pasan los duples, quienes lo oyeron por vez primera hubieron de levantar las dos cejas a la vez, diciendo para su capote: “¡Manchando otra de Ciencia Ficción!… ¡y oído, cocina!”

Porque, propiamente hablando, inteligencia, lo que se dice inteligencia, sólo la tenemos los seres humanos. Sin prurito alguno de jactancia -porque ¡tampoco es para tanto!, dado que, de sobra lo sabemos, somos frágiles y vulnerables y nuestra capacidad intelectiva es limitada, contingente, hiperbólica y falible a radice-, el hecho objetivo es que somos los únicos seres ontológicamente dotados de aquellas estructuras lógicas y noéticas. Unas características que nos singularizan y distinguen del resto de seres vivos: de los animales, por debajo y de los espíritus puros -ángeles y divinidades-, por arriba. Unos rasgos antropológicos que nos configuran, precisamente, como sujetos capaces de intelección. Esto es: de leer dentro, que eso es lo que literalmente significa en latín la combinación del adverbio intus -dentro de- y el verbo legere -que se vierte al castellano por leer. O sea, que la inteligencia constituye una característica esencial del hombre -en sentido específico se dice: del hombre y de la mujer: de las personas humanas-; del ser que es capaz de pensar; de tener un conocimiento reflejo de lo real en cuanto real; de leer dentro y de extrapolar más allá de lo inmediatamente captado por los sentidos. Pero, se me podría preguntar: “de leer ¿qué?... ¿Qué es lo que se lee?” Y, además, “¿dentro de dónde? ¿Desde dónde se procede a dicha lectura?”

Por hacer el cuento corto, diremos que se trata de leer lo que de universal se evoca a partir de lo concreto. Pongamos un ejemplo: ante mí tengo este vaso de agua fresca pero bien pudiera tener aquel otro vaso con sidra. Uno u otro me llegan a través de la vista y del tacto: los aprehendo, los capto mediante los sentidos. Unas disposiciones con las que vengo dotado -de serie, diríamos, usando el símil manufacturero- por la naturaleza, en función de mi esencia humana. Ahora bien, ¿cómo es posible que, partiendo de aquella simple aprehensión, acierte uno a pasar desde los objetos concretos, al concepto universal de vaso, predicable de cualquier recipiente de vidrio que se use para beber, siendo así que lo que percibimos es siempre algo meramente singular y concreto -este vaso-; y que, por lo demás, no hay sentido alguno -vista, oído, gusto, tacto- capaz de captar la realidad universal “vaso”?

La respuesta, formulada si se quiere, en clave de hipótesis, parece nítida: Si, a partir de los sentidos, inteligimos, cabe suponer que además de sensibilidad tenemos inteligencia; esto es, algo humano, demasiado humano -allzumenschliches, que decía Nietzsche-, exclusivamente humano; algo espiritual y, nunca más propiamente dicho, conectado con una dimensión meta-física y ultra biológica del ser humano personal. Cómo es que esto pueda tener lugar constituye un intrincado asunto en el que no podemos entrar en este momento. Plantea un problema apasionante a cuyo intento de resolución han dedicado mucho esfuerzo y energía algunas de las mentes más lúcidas y preclaras de la humanidad a lo largo de toda la historia del pensamiento.

Dicho lo anterior, avancemos en nuestro discurso formulando tres tesis y extrayendo un par de corolarios que nos sirvan de marco de referencia para situarnos ante estas nuevas realidades con ánimo positivo y desde una actitud lúcida y bien discernida. Buscamos con ello, ante todo, conjurar un doble peligro que observamos a nuestro alrededor con más frecuencia de la deseable.

De una parte, el que -como si se tratara de una Escila hodierna– vendría representado por el riesgo de quedar -¡como tantos otros!- fascinados de manera ingenua, acrítica y apresurada por las evidentes bondades y los múltiples e innegables beneficios que el desarrollo de la Inteligencia Artificial podría llegar a traer consigo para la humanidad en su conjunto… Naturalmente, siempre que se la orientara hacia valores morales y se la pusiera al servicio de toda la persona y de todas las personas.

El otro escollo que habría que evitar, opuesto a éste de la tecnofilia, sería el de aquella suerte de tecnofobia irracional, rayana a veces en lo patológico, propia de una narrativa catastrofista y desesperanzada. Vendría a constituir un discurso próximo a una Caribdis todavía más formidable que aquella otra, legendaria, con la que hubo de vérselas el hábil patroneo de Ulises, rumbo a Ítaca. Y, ciertamente, el miedo está justificado: brota, por ejemplo, del susto que produce una potencial y polimórfica cibercriminalidad cada vez más sofisticada e innovadora; y, sobre todo, de los riesgos que lleva consigo el permitir que el desarrollo, el liderazgo y la gestión de la Inteligencia Artificial acabe en manos de personas sin escrúpulos morales ni valores éticos de ningún tipo.

Enunciemos las tres tesis y los dos corolarios prometidos. Sin espacio para desarrollarlos, dejamos al lector reflexionar por su cuenta, a partir de las afirmaciones que formulamos a continuación:

Primera tesis: La Inteligencia Artificial es un producto humano y, como tal, puede ser utilizado para bien, lo mismo que podría serlo para hacer el mal.

Segunda tesis: La Inteligencia Artificial en su actual estado -y, con toda probabilidad, aún más en el futuro- está siendo capaz de producir humanidad, no sólo porque transforma civilizaciones y culturas, sino porque, incluso, podría dar lugar a la emergencia de nuevas entidades trans o posthumanas.

Tercera tesis: La Inteligencia Artificial -como realidad objetiva, que es, con sus características y virtualidades, sus mecanismos y sus modos de despliegue- constituye un fenómeno que debemos tratar de comprender a fondo. Para ello se requiere un abordaje multidisciplinar que, yendo más allá de una perspectiva tecnológica y exclusivamente económico-empresarial, propia del relato tecnocrático, tome en consideración otras voces, igualmente necesarias. Tales, entre otras, la de la política, la jurídica y la de la ética.

Corolario primero: La conciencia ética y el razonamiento moral con vistas a un ejercicio prudente y bien discernido de la libertad humana siguen constituyendo elementos absolutamente imprescindibles ante las posibilidades que el desarrollo de la Inteligencia Artificial nos ofrece.

Corolario segundo: Todos los ciudadanos, en cuanto dotados de Inteligencia Natural -y de manera analógica, también las organizaciones y las empresas- tendrían, por ello, una voz que decir y una actitud que tomar a favor de lo humano y de un uso responsable de la Inteligencia Artificial.

Desde las tesis y corolarios que acabamos de exponer cabría llevar a efecto una aproximación al fenómeno desde una actitud razonablemente optimista y abiertamente dispuesta a seguir apostando por la humanidad y por lo humano, en busca de un nuevo Humanismo, a la altura de los tiempos que nos está tocado vivir. Habría que hacer, para ello, necesariamente un uso inteligente -y ético-, no sólo de la Inteligencia Artificial, sino también de cualquier otro adminículo conexo con la digitalización y la denominada Industria 4.0. Tales serían, por caso, tecnologías tales como la representada por la fabricación aditiva, la de las realidades virtual y aumentada, el Internet de las Cosa, la robótica, el Big Data o el Blockchain… entre otras.

En todas ellas encontramos, sin duda, retos formidables -advirtamos que, en latín, formido-nis significa “miedo”-; pero, al propio tiempo, anidan también en ellas posibilidades inauditas para el bien y la mejora de la condición humana. Con voluntad firme, claridad en las opciones y la decisión perseverante de empeñarse por el Bien Común y al servicio de lo humano, es posible soñar con que podamos llevar a efecto avances significativos en el camino del progreso hacia aquellas grandes metas que debieran concitar la adhesión de todas las personas de buena voluntad. Porque, pese a la evidente falta de liderazgo a escala universal y lamentando el hecho de que aún esté el género humano lejos de aprender a convivir en paz -Ucrania e Israel son no más que el epítime dramático y más grave de lo que ocurre en múltiples otras latitudes-, no procede caer en la desesperanza. Máxime cuando constatamos cómo se va generalizando un discurso a favor de la lucha contra la miseria; de la búsqueda de una igualdad acorde a la dignidad de las personas; una apuesta por la salud y la educación universal como modos de facilitar el despliegue de las capacidades personales y del florecimiento personal.

Si aceptamos -como es el caso de quien suscribe- la sabiduría de aquellos versos machadianos con los que don Antonio nos advertía en Campos de Castilla: “… ¡hombres de España, ni el pasado ha muerto/ ni está el mañana -ni el ayer- escrito!”; digo que si damos por buena la tesis -como es mi caso- no nos queda otra, sino la de tratar de aprovechar la tecnología para el bien, poniéndola al servicio del hombre. No olvidemos que, al fin y al cabo, según indicamos en nuestra primera tesis, es el hombre el que la produce y en cuya mano está seguir siendo quien la pilote hacia destinos que él debiera fijar, tal vez mediante un diálogo responsable, abierto a múltiples interlocuciones, creativo y orientado desde la Ética hacia una Axiología abierta a la captación y a la propuesta de valores sólidos por los que merezca la pena empeñar los esfuerzos.

Si bien es verdad que un desarrollo tecnocientífico -cuando se lo convierte en un fin en sí mismo y se lo inmuniza ante consideraciones éticas y axiológicas- tiende a la auto referencialidad y acaba resultando manipulador, con lo cual en modo alguno habrá garantía de que aquel despliegue tecnológico redunde en un auténtico progreso humano y en un verdadero avance histórico; no es menos cierto que la tecnología ofrece también un incontestable potencial emancipador. Por ello, si se sabe aprovechar para bien las posibilidades que los adelantos tecnológicos ponen en nuestras manos, cabría también avanzar con paso firme y creativo hacia más elevadas cotas, tanto de bienestar material, cuanto incluso de crecimiento humano y espiritual.

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