La Inteligencia Artificial (IA) ha dejado de ser algo imaginado: se está introduciendo en la cotidianidad. Es probable que no seamos del todo conscientes, pero mucho de lo que hacemos con nuestros smartphone, tablet, PC o el doméstico receptor de televisión usan herramientas que, genéricamente, tomadas en su conjunto, tienden a producirnos dosis intermitentes de inquietud. Menos aún somos capaces de pergeñar su alcance y, concretado en lo propio, en qué grado nos va a condicionar. A ello toca añadir las consideraciones éticas, morales o relacionadas con nuestros derechos privativos, en tanto que seres humanos miembros de un cuerpo social. Lo cierto, como preámbulo, es que, puestos a debatir, son más las dudas que las certezas que suelen derivar.