Lamentablemente, este modo de proceder no obedece tanto a la idea del Bien Común, como a la resignación común. Como si no pudiéramos hacer otra cosa, nos adaptamos a las circunstancias que, unas veces nos aíslan, otras nos confinan y, en la mayor parte de las ocasiones, nos aleja a unos de otros, del contacto y de la reunión, a través de la comunicación virtual.
Nuestra libertad individual se ve progresivamente mermada, no hacemos lo que queremos, sino lo que podemos. Ahora vivimos bajo un nuevo paradigma en el que muchos de nuestros hábitos anteriores resultan caros, políticamente incorrectos o malos para la salud. Deberíamos, como humanos, darle una vuelta a esta situación. Tal vez haya alguna alternativa más coherente y saludable para nuestra alma.
Los fenómenos meteorológicos parecen haberse puesto de acuerdo con el panorama mundial. Lluvias, huracanes, inundaciones y sequías se alternan, destrozando lo que a su paso encuentran, incluyendo nuestro calendario, el que nos indica el inicio de las estaciones y si es el momento de apagar o encender la calefacción, por ejemplo.
Este descontrol sólo parece acompasarse con el estado de ánimo imperante de la población mundial. La tasa de enfermedad mental aumenta, atacando duramente a nuestros jóvenes, a quienes, los conflictos políticos y económicos, anteriores a su nacimiento, les han dejado un porvenir dudoso.
De pronto, los Objetivos de Desarrollo Sostenible cobran todo su sentido. Paradójicamente, esa Agenda pensada desde nuestra óptica occidental, que perseguía hacer del mundo un lugar más justo, se hace hoy muy necesaria para Europa, algo impensable hace apenas tres años.
Me atrevo a decir que esta planificación mundial no se concibió pensando en los, hasta entonces, países ricos. En el año 2015, los pobres, los enfermos o los necesitados estaban, mayoritariamente, en países emergentes o en vías de desarrollo. Los marginados de nuestra sociedad que, no nos engañemos, siempre ha habido, eran aquellos que no se ajustaban a los patrones de éxito, marcados, claro está, por el mercado, pues es la empresa quien conforma la sociedad. Así, el compromiso 2030 incluía a todas las personas que, por motivos de etnia, género, cultura, religión o diversidad funcional, sufrieran por su desigualdad de oportunidades, quedándose atrás.
Ahora es doloroso asumir que somos nosotros, los antiguos colonizadores, los que de verdad estamos en desventaja con respecto a aquellos que en su día estuvieron bajo nuestros designios. La Globalización y la internacionalización de la economía ha traído grandes ventajas para la humanidad, desde luego, pero parece que no siempre tuvo en cuenta las necesidades y expectativas de aquellas culturas en las que se instalaban las nuevas compañías, abusando del precio de la mano de obra o de los precios ventajosos de sus materias primas y fuentes de energía, necesarias para que la maquinaria industrial pudiera satisfacer las necesidades de consumo desmedido del mundo. Parece que ahora somos nosotros quienes sufrimos los daños colaterales de tanta expansión.
Me da la impresión de que, lejos de asumir esta realidad, seguimos funcionando como siempre lo hemos hecho. Es Occidente quien quiere seguir imponiendo normas y sanciones, y queremos creer que la furia de Rusia se detendrá jugando con nuestras normas, con sanciones y bloqueos económicos. Medidas absolutamente ineficaces para desestabilizar a un país forzado, desde la guerra fría, a autoabastecerse.
Y en este contexto, las empresas, presumen de ser sostenibles. Por incongruente que resulte, no hay anuncio publicitario, ni página web corporativa que no haga referencia a este deseo de construir un mundo mejor, para nosotros y las generaciones que estén por venir. Ya no importa lo que se publicite, todo lo que hoy se produce, dice salir de un proceso de gestión en el que las personas son lo primero. A veces me pregunto si las compañías y quienes las gestionan viven en una realidad paralela.
Sorprendentemente, bajo una amenaza nuclear, los directivos se obcecan en medir y reducir su huella de carbono, en transformar en números sus inversiones sociales y medioambientales, en reciclar, en reconvertir. Y mientras ellos se afanan por rellenar cuestionarios, por acreditar que su trabajo sigue estándares internacionales y obtener sellos distintivos, el mundo está en guerra. Mujeres, niños y ancianos abandonados a su suerte, exiliados a veces, otras agazapados en garajes y estaciones de metro. Y vuelve el hambre, y el miedo, y la impotencia. Tal vez haya llegado el momento de entender el sentido de la sostenibilidad.
La sostenibilidad es, ante todo y, sobre todo, paz en el mundo. Sin ella, poco importa el resultado de los negocios, ni su estilo de gestión. Sin paz no hay vida, ni personas para darle sentido. La guerra cierra toda posibilidad de crecimiento, corta de raíz nuestros proyectos, mata los sueños de las nuevas generaciones y vacía de contenidos la formación de nuestros jóvenes.
No soy ninguna ilusa, y sé que, tal y como están las cosas, nuestra capacidad de acción es limitada, como ciudadanos y como empresas. Aún así, creo que esta situación de crisis es un buen momento para seguir trabajando por el bien del negocio, de las personas y del medio ambiente. Pero eso sí, cambiemos el foco. Dejemos de pensar en el “qué dirán”, en có
mo parecer más responsables, y centrémonos en lo que nos dicen las personas que con nosotros trabajan, en sus preocupaciones, en lo que realmente nos y les importa. Apoyemos a nuestra comunidad, a las nuevas generaciones. Apostemos, aquí y ahora por un mundo mejor, con relaciones interpersonales más cálidas, más profundas. Demos valor a lo que realmente lo tiene, las personas, sus proyectos, sus sueños, su aquí y su ahora. Dejemos las apariencias y las modas para cuando acabe la guerra. Seamos buenos, con las personas, con el medio ambiente y en nuestro negocio. Crezcamos como sociedad. Sostengamos la paz, la nuestra y la de nuestros hijos y nietos.
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