Publicado el
La ética es una vocación, no un protocolo

¿Está la ética, hoy, vaciándose de contenido? ¿La estamos transformando en un mero atuendo, un ropaje mudable que se adopta según las circunstancias por parte de las personas, los profesionales y las organizaciones?

El profesor Juan Benavides se ha preguntado por el futuro de la ética en nuestra hiper-tecnificada sociedad en su sugerente artículo “La ética secuestrada”[i]. Ha reivindicado, con sobrada razón, una ética no normativista, no limitada al mero cumplimiento de unos cauces y procedimientos formales. Personalmente, sus palabras me han interpelado. Ello, tanto como parte del IOC (Instituto de oficiales de cumplimiento), como en cuanto profesional de la ética –a pesar de lo pretenciosa que suena esta auto-calificación incluso en un profesor universitario de ética (sólo en un cierto sentido muy limitado puede alguien hacer de la ética su profesión).

A la pregunta formulada se puede reaccionar de muchas maneras. Una de ellas consiste en negarse a aceptar la posibilidad que nos plantea. ¿Cómo admitir que lo ético, entre nosotros, se convierte con frecuencia en una hueca cáscara, en una especie de careta con la que cubrir nuestro verdadero rostro? Sería tanto como revelarnos como unos consumados hipócritas, unos falsarios e instrumentalizadores de cualquier valor moral. Además, en tal caso: ¿seguiría siendo ética la ética?

Ahora bien, por otro lado, responder con un no tajante, inmediato y espontáneo, a nuestro interrogante, únicamente por lo anterior, implica no tomarse demasiado en serio la pregunta. Por desgracia, esta resulta muy oportuna, como cabe comprobar con solo pasearse durante un rato por cualquiera de las calles de nuestras deshumanizadas y ajetreadas ciudades, o al observar las interesadas relaciones que tejemos en nuestros lugares de trabajo.  

Reconozcamos, para empezar, entonces que, demasiado a menudo, en nuestro contexto, la ética tiende a convertirse en un intrincado y sofisticado laberinto de normas y directrices. Ello, a causa de la complejidad de la vida actual y de nuestro deseo de pautarlo, de formalizarlo todo. Ordenar eficazmente nuestras relaciones hacia los valores éticos, esas claves que necesitamos compartir a fin de convivir y cooperar, resulta difícil. Esto nos lleva a simplificar la ética, a esquematizarla. La reducimos a sus aspectos externos, a los que están más a la vista, a su epidermis, a aquello que podemos percibir, medir, manejar. Pero ¿es lo ético, en lo fundamental, una cuestión de eficacia? “Obras son amores –reza el refrán- y no buenas razones”. Mas, los amores precisan también de razones y discursos, de diálogo y confianza, de corazones o interiores comprometidos y hasta del cuidado de las formas…

Uno de los pensadores acaso más sugerentes de nuestro tiempo, precisamente a quien debemos en gran parte el que la ética haya vuelto a ocupar un lugar central en la filosofía actual, E. Lévinas[ii], nos enseña que, sin ir a su raíz, sin profundizar en su origen y sentido más hondos, no es posible progresar con fruto en la ética, vivirla en todo su alcance. Siguiendo su estela, creo que podríamos afirmar que el camino hacia lo ético representa un sendero hacia lo profundo, hacia lo más hondo de nosotros mismos, tanto en lo personal como en lo grupal y organizativo.

También, según Lévinas, la ética no es en cuanto tal, en sí misma, vaciable en su significado. No se la puede reducir a un simple conjunto de reglas y controles de conducta. La ética se rebela y se resiste ante semejante simplificación. Esto, por un motivo: porque supone, antes que nada, una vivencia real de cada uno de nosotros. Lo ético se abre en ti mismo como una herida, como un reclamo, como un grito que nace de tu encuentro con los otros[iii]. Es en el rostro de cada ser humano con el que nos relacionamos, en sus necesidades e indigencias, en sus fragilidades y vulnerabilidades, donde vivimos el primer momento de lo ético[iv]. Y es, ante ese rostro, siempre de algún modo desnudo, en tanto que expuesto y presente a nuestra mirada, donde se hace audible la llamada de la ética. Así, mientras exista alguien a quien debamos responder, alguien a quien podamos auxiliar, alguien solo o enfermo, alguien simplemente ante nosotros, la ética no perderá su fondo.

La ética implica responsabilidad, no maquillaje ni cosmética. Por eso, no cabe untar con su crema nuestra piel y fingir que ya estamos ética-estéticamente bronceados. Ella brota en nosotros como de una fuente interior, y esa fuente la despierta la presencia del otro. Lo humano mismo ofrece el lugar en el que toma cuerpo lo ética, donde se hace carne su voz, una voz que procede de la alteridad en su sentido más radical, de ese ser distinto del otro que nos trae una diferencia insondable que ninguno alcanzamos a silenciar. ¿Qué protocolo ético, por completo que parezca, en la empresa o fuera de ella, en la institución o comunidad de que se trate, extirpará la ética de la entraña conmocionada ante el sufrimiento o la injusticia del inocente? Como mucho, norma y procedimiento servirán para taponar temporalmente nuestros oídos frente al desgarrador aullido de la persona vejada, maltratada. Pero solo la desaparición misma del ser humano comportará la extinción de la ética.

 Lo ético, así, antes que en nuestras normas y sistemas, descansa en nosotros. Constituye una dimensión de nuestro propio ser, un aspecto inseparable de nuestra subjetividad que está forjada desde la relación con los demás. De aquí, el elocuente mensaje del que probablemente constituya el término ético actual más novedoso y a la par significativo: la “responsividad”. Graciano González lo ha examinado con su acostumbrada lucidez y a él, por lo tanto, nos remitimos[v].

Con este extraño vocablo, los expertos en ética, hoy, aludimos al carácter constitutivamente responsable de los sujetos humanos. No es que respondamos o no de lo que hacemos, es que de inicio las personas estamos hechas para la responsabilidad en nuestra relación con lo real. Y yo, aquí, quiero dar un paso más y hacer extensivo este concepto a las organizaciones, grupos e instituciones humanos. También ellos son por naturaleza responsables, también poseen “responsividad”, ya que están llamados desde su génesis u origen a responder de sus acciones y, en este contexto global, de sus inter-relaciones.

Por todo lo anterior, en fin, y para concluir, sí, seguramente en estos complejos tiempos, en gran medida, estamos frivolizando, mecanizando la ética, la maniatamos en parte al reducirla a un aluvión ingente –casi intratable e ingobernable- de normas y de protocolos de acción interminables. Pero, aunque sea así, nunca la ahogaremos del todo, nunca acallaremos su llamada por completo por medio de nuestros procedimientos estandarizantes. Y no lograremos silenciarla solo con todo ello debido a un descarnado hecho: a que resuena en nuestros oídos como una apelación, una vocación[vi].

La ética es, en síntesis, una vocación, acaso la más humana de las vocaciones. De manera que, tal vez, movidos por nuestro afán de evaluar, de sistematizar, de encauzar, intentaremos siempre traducirla a regulaciones. Esto, allá donde se halle o donde la echemos en falta, en nuestro propio hogar y en nuestras calles, en nuestras escuelas y universidades, en nuestros puestos de trabajo. Mejor: allá donde nos encontremos nosotros mismos. Sin embargo, aunque regular sea tan humano, y aunque constituye algo necesario, por encima de cualquier normalización, de cualquier medio para favorecer el cumplimiento, ¿no nos hurtará la ética, en cierto grado, su aliento más hondo? ¿No tendremos la impresión de que se escapa a nuestras más elaboradas leyes, prescripciones y normas? Aquí, en cualquier caso y en determinado sentido, nos alegraremos de su fuga, de su tenor escurridizo, de su resbalarse por entre los dedos del normativismo y eficientismo. El carácter inaprehensible de la ética nos parece siempre una buena noticia: porque los pulmones que deben respirar lo ético son los de los sujetos concretos, no los de los simples discursos, al menos si es que queremos que las personas, las comunidades y las organizaciones vivan éticamente.

 

[i] JUAN BENAVIDES DELGADO, “La ética secuestrada”, en Diario responsable, 4 Febrero 2022.

[ii] E. LÉVINAS: Humanismo del otro hombre, traducción G. González, Caparrós, Madrid, 1993.

[iii] E. LÉVINAS: Ética e infinito, Ed. Antonio Machado, Madrid, 1991.

[iv] J. BARRACA: “E. Lévinas y la dignidad humana a la luz del acontecimiento antropológico”, en: Revista Prisma Jurídico, Sao Paulo, Brasil, nº 7 (2008).

[v] G. GONZÁLEZ RODRÍGUEZ ARNÁIZ:  Ética y responsabilidad. La condición responsiva del ser humano, Ed. Tecnos, Madrid, 2021.

[vi] Acerca de la noción de vocación, cf.: J. BARRACA: Vocación y persona: ensayo para una filosofía de la vocación, Unión Editorial, Madrid, 2003.

 

Artículos Relacionados: 

- Juan Benavides Delgado. "La ética secuestrada"

En este artículo se habla de:
OpiniónéticaComillas2022

¡Comparte este contenido en redes!

300x300 diario responsable

Advertisement
Este sitio utiliza cookies de terceros para medir y mejorar su experiencia.
Tu decides si las aceptas o rechazas:
Más información sobre Cookies