Contra la idolatría creciente de la IA nos ha advertido con prudencia recientemente la nota de reflexión vaticana Antiqua et nova (2025). Ahora bien, en este marco, conviene subrayar que en cada ser humano laten profundos misterios que ni nuestro conocimiento científico ni IA alguna lograrán jamás esclarecer del todo.
En primer lugar, la propia persona deviene para sí misma una realidad misteriosa. Esto, pues misterio no se identifica con “irracional” según Marcel, sino con el interrogante que incluye al propio sujeto que se formula la pregunta, esa realidad que no equivale a un simple problema a resolver fuera de mí. La muerte y la contingencia, por ejemplo, representan misterios para el ser humano, pues el propio hombre que se cuestiona acerca de ellas se ve envuelto en su pregunta al constituir un ser mortal y contingente él mismo. Y ¿acaso la IA puede despejar de nuestro horizonte estos interrogantes?
En nuestra naturaleza corpóreo-espiritual brillan una belleza inefable y el halo de lo misterioso. Pero, a la par, estos se velan refractarios en su opacidad y hondura. Nunca, por lo tanto, nuestro conocer agotará lo que somos; siempre permanecerá algo oculto de esto a nuestros ojos. Solo Dios nos conoce plenamente, enunció San Agustín. Por eso, con IA o sin ella, perseverará en el tiempo el hecho de nuestro implicar un misterio los unos para los otros y cada cual para sí.
Además, nunca vislumbraremos de un modo absoluto, en este mundo, todo lo que abarcamos ni el sentido o propósito último de lo nuestra vida y de cuanto nos sucede. El captar la meta final y el significado postrero de nuestro caminar resulta aquí incompleto, como imperfecto es por fuerza cualquier dispositivo técnico que simule lo cognitivo. Job tuvo que confrontarse, dramática y desgarradoramente, con el enigma del alcance y de los límites de su propia existencia. Y, a imagen del justo Job, cada sujeto humano en particular vive entre las simas de dos misterios irresolubles: el del sufrimiento, propio y ajeno, y el de la vocación o llamada de la caridad o del amor personal en su plenitud. Esta vivencia escapa por completo a cualquier artefacto.
A ello se suma el que, en la esencia humana, a diferencia de lo que ocurre con la de los entes artificiales, se conjugan lo material y lo espiritual, refiriéndonos a lo insondable, al infinito, a lo que nos supera. Dios nos ha hecho para Él, ha puesto en nosotros la necesidad de vivir en su presencia, de desarrollar ese vínculo con lo ilimitado, de alimentarnos con su Bondad interminable. De aquí el que nuestra búsqueda únicamente pueda reposar al encontrarnos con Él cara a cara, tal como expresó nuevamente San Agustín. Dicho de otro modo, no hay tecnología que excluya de la ecuación de la existencia humana la relación con lo transcendente.
Por otro lado, cada ser humano supone una persona diversa y única, incomparable. Así, la IA no puede reemplazarnos en lo que tenemos de irrepetibles. La persona concreta comporta un insondable misterio de originalidad; testimonia, en su ser y desde su misma génesis, el hecho de que procede de una fuente inagotable de creatividad, de un manantial creador que la ha engendrado como alguien “insubstituible” ante el Otro y ante los otros, en el lenguaje de Lévinas. Este misterio de nuestra unicidad no puede verse anulado por la IA.
Pero, ante todo y sobre todo, ha de conmovernos el misterio de esa forma de amor transformadora y renovadora que constituye el encuentro entre la gracia y la libertad. No hay misterio mayor que Dios mismo y, por tanto, que el de Dios habitando en nuestro frágil corazón humano. Ninguna IA alcanzará, en fin, a emular lo inconmensurable de este don: el de vivir en gracia de Dios nuestra vulnerabilidad, el de vernos habitados interiormente por el amor y el espíritu del Creador.