Siguiendo con la serie para Diario Responsable acerca de cómo ha de ser, a mi juicio, un líder del Siglo XXI, en esta ocasión me voy a referir a la importancia de los valores. Los hombres y mujeres directivos tan solo son depositarios de un patrimonio y, en primer lugar, sus responsables. En mis anteriores publicaciones, hablé de la conciliación e igualdad, la integridad, el respeto, la educación, la delegación y la innovación.
Shelling escribió que "sólo en la personalidad está la vida; y toda personalidad se apoya en un fundamento oscuro que, no obstante, debe ser también, el fundamento del conocimiento".
Muchos dirigentes, y muchas organizaciones, cultivan con frecuencia la disonancia entre palabras y hechos. Y esa falta de coherencia provoca una creciente desafección/desconfianza entre los ciudadanos. Decir muchas veces que somos así, o que hacemos tal cosa, apoyados en costosísimas campañas de publicidad, no es garantía de verdad. Ni la verbalización, ni determinados premios, ni mucho menos las certificaciones tan de moda hacen coincidir necesariamente apariencia y realidad.
Somos los humanos presumidos y fatuos. Nos venden, y nosotros también lo hacemos, paraísos inmarcesibles y billetes para un mundo idílico, a modo de Arcadia feliz, donde todo es posible y priman las apariencias, olvidando que la primera, esencial y más importante obligación de una institución (y de sus dirigentes) es cumplir con su deber sin necesidad de pergaminos y diplomas.
Hacer bien las cosas, que es el principal compromiso de cualquier empresa y de sus directivos, solo se certifica desde los valores (no los títulos valores), el trabajo, el esfuerzo, la coherencia, sin dejarse encandilar por el poder, los cargos, y por focos, luces, luminarias, neones, apariencias y certificados.