Hace una semana, hablaba en este Diario Responsable, de la Ética para los líderes del Siglo XXI y al final del artículo, prometía que, semana a semana, iría describiendo lo que, en mi modesta opinión, son las características que deben definirlo. En esta ocasión, voy a hablar de la integridad:
Debo ser dirigente solo si quiero serlo y estoy suficientemente preparado para tal menester. Si no lo tengo claro ni me embarga la ilusión por asumir el cargo, si dudo, si creo que no aporta nada a mi vida personal y a mi futuro profesional, debo negarme y, en consecuencia, rechazar la promoción. Lo que ocurre es que las tentaciones (y poder ser jefe lo es) pueden ser muy fuertes y anularnos el entendimiento. El ámbito del alma, dice Steiner, tiene sus vampiros.
Si de verdad quiero dirigir a un conjunto de personas o un proyecto o situarme al frente de una tarea, tengo que poner los medios para hacerlo lo mejor posible. Mi obligación no es solo responder de mi trabajo y del de aquellos que conmigo van, sino hacer crecer profesionalmente a los que dependen de mi, convirtiéndolos en los mejores, en profesionales excelentes.
Ser jefe solo para ganar más dinero es una legítima razón para querer ascender. Es un buen argumento, pero obviamente no es definitivo, ni siquiera es suficiente. Tampoco lo es el deseo de tener más poder o de presumir como un pavo real. San Agustín decía que "nadie que obra contra su voluntad obra bien, aún siendo bueno lo que hace". A mí no me cabe duda: quien tiene la voluntad tiene la fuerza. Y nos equivocaríamos si pensamos que el poder es lo que importa. El sociólogo Zygmunt Bauman nos ha dicho que en estos tiempos "el poder no lo controlan los políticos, y la política carece de poder para cambiar nada".