Publicado el
Con este apartado busco defender una tesis sencilla y ambiciosa a la vez: la conducta reflexiva es la condición de posibilidad de la responsabilidad moral y, desde ahí, el puente más sólido hacia la benevolencia. La ética, así entendida, desplaza el foco desde la pura imputación hacia prácticas atentas con los más vulnerables.
Imantando la brújula moral: tomándonos en serio la responsabilidad

1. Reflexividad responsable  

Aristóteles es un punto de partida obligado. Su ética de la virtud enseña que no nacemos virtuosos: llegamos a serlo mediante hábitos guiados por la sabiduría práctica, phronēsis. La distinción entre lo voluntario y lo involuntario delimita el ámbito de la imputación: somos responsables de lo que depende de nosotros y realizamos con conocimiento; lo ejecutado por fuerza o por ignorancia no compromete la responsabilidad en el mismo sentido[i]. Con ello se establece un criterio todavía vigente: responsabilidad exige agencia y lucidez.

Pero ¿qué lugar le queda a la libertad en un mundo atravesado por causas naturales y sociales? La discusión clásica entre libre albedrío y determinismo puede leerse hoy en clave operacional: más que elegir entre dos propuestas metafísicas excluyentes, comprender cómo, pese a condicionamientos biológicos, culturales y psicológicos, los seres humanos tenemos la capacidad de detenernos, deliberar y orientar cursos de acción. Llamaremos a esto reflexividad responsable: la facultad de introducir conciencia, razones y benevolencia en dinámicas que, de otro modo, seguirían su inercia.

Las grandes respuestas filosóficas ayudan a cartografiar el problema. Kant sitúa la autonomía en el ámbito de la razón práctica: la ley moral no es mandato externo, sino autolegislación[ii]. Su dualismo crítico evita confundir causalidad natural con normatividad: que los fenómenos obedezcan leyes no cancela la exigencia de tratarnos como “fines en sí”. En el siglo XXI la neurociencia ha reavivado el debate[iii]. Subraya que buena parte del procesamiento cerebral es inconsciente y que nuestros motivos conscientes encubren las causas de la acción. De ahí se extrae, a veces, una conclusión escéptica: si el cerebro está determinado, la libertad sería ilusión. Sin embargo, incluso autores que aceptan un fuerte fisicalismo —como Dennett— defienden un compatibilismo práctico: responsabilidad no significa “milagros” metafísicos, sino la presencia de capacidades de previsión, inhibición y revisión de motivos en contextos complejos. La pregunta relevante no es si escapamos ontológicamente a la naturaleza, sino qué prácticas cultivan grados mayores de sentido moral, sensibilidad al otro y previsión de consecuencias.

2. Responsabilidad y benevolencia: la necesidad de distinguir.

Para comenzar, conviene distinguir dos figuras complementarias:

  1. Responsabilidad causal: se funda en el nexo causa–efecto. Quien contamina un río debe reparar, compensar y no reincidir. Es el campo de la justicia correctiva y restaurativa.
  2. Responsabilidad benevolente o benefactora: surge del reconocimiento de la vulnerabilidad, y de tener capacidad razonable de aliviarla.

Aristóteles ofrece conceptos para articular esta segunda figura. La benevolencia es “querer el bien del otro por él mismo”. Es amistad en potencia; cuando es recíproca y sabida, deviene philia[iv]. Esta disposición no es sentimentalismo difuso: requiere un juicio prudente sobre qué es realmente bueno para ese otro en su situación concreta. A la vez, la compasión (éleos) puede entenderse como emoción recibida: dolor ante un mal inmerecido que podría tocarnos[v], y que moviliza una inclinación activa a ayudar.

Mientras la justicia corrige lo roto por nuestras acciones, la beneficencia amplía el círculo de la preocupación hacia vulnerabilidades que no causamos, pero que podemos mitigar. Esta “vocación de benevolencia” cumple funciones sociales decisivas: sostiene cooperación y confianza, repara tejidos comunitarios y, en clave contemporánea, expande la consideración moral más allá de lo humano, atendiendo a seres sintientes con los que cohabitamos[vi].

Bajo una ética de la reflexividad, la benevolencia no equivale a “buenismo”. Exige discernimiento: prioriza a quien más sufre, evita paternalismos, y coordina cuidados con instituciones que vuelvan estructurales las ayudas que hoy dependen de gestos individuales.

3. Llevar la responsabilidad al presente: Procesos de cambio planetario.

Durante décadas hemos hablado de “sostenibilidad” como equilibrio entre lo económico, social y ambiental. Pero el diagnóstico contemporáneo es más severo: las presiones humanas sobre el sistema Tierra han reconfigurado ciclos biogeoquímicos, biodiversidad y dinámicas climáticas a una escala geológica. Conceptos como Antropoceno, Límites Planetarios y Gran Aceleración señalan este salto cualitativo: la especie humana se ha convertido en fuerza geofísica, aunque muchos consideran que el verdadero agente son los regímenes socioeconómicos capitalocénicos que concentran poder y consumo[vii].

Hablar de Antropoceno no es una metáfora ambientalista: es reconocer que seis de los principales umbrales de seguridad planetaria muestran signos de transgresión o estrés severo. Una línea crítica de reconceptualización responsabiliza no solo a “la humanidad”, sino a una cierta epistemología que hizo posible el despliegue técnico-industrial: la reducción de lo real a cantidades calculables[viii]. Esa operación expulsa desorden hacia el “afuera” del modelo: externalidades, nuevas formas de vulnerabilidad y fragilidad planetaria.

La era digital ha intensificado el metabolismo material y energético de nuestras sociedades. Podemos llamarla Tecnoceno o, más precisamente, Algoritmoceno —la era de los algoritmos inteligentes—[ix], para subrayar que la mediación tecnológica amplifica escalas de extracción, consumo y residuo. El éxito de la calculabilidad universal retroalimenta la fe en que todo puede modelarse y someterse a control. La paradoja es patente: cuanto más orden técnico producimos, mayor desorden ecológico generamos.

¿Qué significa, entonces, pasar de la responsabilidad a la benevolencia en el Algoritmoceno? No renunciar a la ciencia ni a la técnica, sino ensanchar su racionalidad: combinar la potencia del cálculo con una axiología que reconozca valores no reducibles a la magnitud —integridad bioética, equidad intergeneracional— y prácticas de baja entropía que disminuyan la presión sobre los límites planetarios. Se trata de reorientar la inteligencia: del dominio ciego a la cuidada cohabitación.

Conclusión: ampliando el radio de la compasión.

La ruta que propongo —de la responsabilidad a la benevolencia— no abandona la imputación por daños causados, pero la complementa con un deber positivo de asistencia y promoción del bien, calibrado por la prudencia. En el plano personal, exige educar la atención: detenerse, ampliar el foco, hacer presente al otro y ensayar la pregunta incómoda ¿qué más podría haber hecho para evitar este daño o para aliviar este sufrimiento? En el plano colectivo, reclama instituciones benevolentes: marcos legales y técnicos que prioricen vulnerabilidades, respeten límites planetarios y encaucen la inteligencia técnica hacia prácticas compasivas.

Aristóteles ya lo intuía: la ética no es obedecer reglas ciegamente ni computar resultados como quien resuelve un problema abstracto, sino formarse en disposiciones que nos permitan actuar bien en contextos concretos. Hoy, cuando nuestras acciones locales tienen efectos globales y diferidos, la phronēsis dispone de instrumentos nuevos —sistemas de inteligentes— para aplicar los criterios axiológicos que no caben en una hoja de cálculo. Las tradiciones de benevolencia amplían el radio de la compasión más allá de culpas y deudas.

El desafío del Algoritmoceno consiste en aprender a habitar un mundo compartido: poner el cálculo al servicio del cuidado, y no al revés. La benevolencia no es un lujo moral; es la sabiduría aplicada a sistemas complejos, interdependientes y frágiles. Formar hábitos de reflexión, diseñar instituciones de cuidado y respetar límites planetarios son tres nombres de una misma práctica: la de una libertad situada que, consciente de sus condicionamientos, decide orientar su poder hacia el alivio del sufrimiento evitable y la promoción del florecimiento compartido. Esa es, hoy, la mejor forma de tomarnos en serio la responsabilidad.

 

[i] Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro III, páginas 94-95, 1110a, 1110b.

[ii] Cassirer, E. (1948). Kant, vida y doctrina. Fondo de Cultura Económica.

[iii] Rubia, F. (2009). El fantasma de la libertad: datos de la revolución neurocientífica. Crítica.

[iv] Aristóteles, Ética a Nicómaco, Libro VIII, 11556a.

[v] Aristóteles, Retórica, Capítulo VIII, 1385b

[vi] Fernández-Mateo, J. (2024). Toward Ethical Intervention in the Anthropocene: Saving Animals from Wildfires. Journal of Posthuman Studies, 8(2), 265-284.

[vii] Fernández-Mateo, J. (2025). Más allá de la sostenibilidad: reflexiones filosóficas para un planeta vulnerable. Editorial Iustel. Pendiente de publicación.

[viii] Fernández-Mateo, J. (2025). Nihilismo y tecnociencia: metafísica en el reino de las máquinas. Pensamiento. Revista de Investigación e Información Filosófica, 80(312) https://10.14422/pen.v80.i312.y2024.007  

[ix] Fernández Mateo, J. (2022, 14 marzo). Tras la virtud en el Tecnoceno: mesura para la Cuarta Revolución Industrial. Diario Responsable. https://diarioresponsable.com/opinion/32797-tras-la-virtud-en-el-tecnoceno-mesura-para-la-cuarta-revolucion-industrial

 

Artículos relacionados: 

- ¿Que cabe decir sobre Inteligencia Artificial y Responsabilidad moral?, Juan Benavides Delgado 

En este artículo se habla de:
Opinión

¡Comparte este contenido en redes!

Este sitio utiliza cookies de terceros para medir y mejorar su experiencia.
Tu decides si las aceptas o rechazas:
Más información sobre Cookies