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En la inmensidad de términos que forman la lengua española, en muchas ocasiones tendemos a equiparar significados de palabras que suenan similares. Tal vez, las dos palabras más importantes en las que ocurre este suceso sean “prometer” y “comprometer”. La primera expresa la intención de cumplir un compromiso futuro, mientras que la segunda, expresa la obligación o vinculación a algo o alguien de manera firme.
La educación en la Agenda 2030: de la promesa al compromiso

En un mundo donde la palabra dada cada vez vale menos, tampoco resulta sencillo sostener con hechos la diferencia entre prometer y comprometerse, incluso en aspectos tan importantes como es el derecho a la educación. Tampoco sorprende las limitaciones a las que Naciones Unidas y muchos países se tienen que enfrentar para cumplir sus promesas con un derecho humano que es catalizador de otros muchos, y que cambia la vida no solo de la propia persona que se forma, sino de su familia y comunidad.

En este contexto, observamos alarmados cómo la promesa dada en 2015 por la comunidad internacional de garantizar el derecho a la educación de todas las personas en 2030 está muy lejos de ser cumplida. Una contundente conclusión a la que llegamos en el último informe de la ONG Entreculturas, ‘Lo prometido es deuda’, lanzado recientemente en el marco de su campaña La Silla Roja, con motivo del inicio del nuevo curso escolar.

En sus páginas, alertamos de que, si no hay un cambio urgente, ninguno de los compromisos educativos de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) recogidos en la Agenda 2030 serán alcanzados dentro de cinco años. Una denuncia que no es etérea, ya que alertamos de que, si nada cambia, millones de niños y niñas (actualmente, 272 millones), seguirán sin pisar la escuela en un lustro. Un dato que se hace más tangible si lo comparamos con la población mundial actual, pues la cifra sería equiparable al cuarto país más grande del mundo, después de India, China y Estados Unidos. Un número difícil de sobrellevar.

En muchas ocasiones, la atención mediática se queda en cifras desoladoras como esta. Sin embargo, es importante ver más allá e ir a la trastienda. Es ahí donde encontramos el PROBLEMA, que no es ni la ineficiencia ni la desidia de la Agenda 2030: para garantizar el cumplimiento de todas sus metas educativas, el derecho a la educación necesita una financiación adecuada. Un imprescindible que, lejos de alcanzarse, se ha estancado con una Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) destinada a educación cuyo crecimiento ha sido marginal o incluso negativo en los últimos 10 años.

Ante este escenario, donde parece que el “más vale prevenir que curar” cae en saco roto, aun sabiendo con números exactos cuánto habría que sanar, la comunidad internacional no se puede quedar con los brazos cruzados. Los Estados deben responsabilizarse de la obligación que tienen de garantizar un derecho a la educación inclusiva, equitativa y de calidad a toda su ciudadanía. Los Estados deben incrementar los presupuestos destinados a educación pública, ya de por sí muy mermados por factores estructurales como la deuda externa o crisis sobrevenidas como la COVID-19.

La pandemia ocasionada por esta enfermedad trastocó la financiación de todas las partidas gubernamentales, afectando a los fondos educativos de todos los países, pero especialmente a los de menores ingresos. Esta tendencia, lejos de haberse revertido, se ha consolidado desde entonces, afectando de forma directa al profundo declive de los niveles de lectura y matemáticas mundiales. Como consecuencia, sus efectos todavía se arrastran en muchas partes del mundo, donde los modelos educativos telemáticos ocasionaron muchas dificultades tanto al alumnado como al profesorado debido a su rápida implantación o la falta de conexiones.

Más allá de esta situación sin precedentes, la falta de inversión sostenida, la desigualdad de oportunidades y la ausencia de políticas públicas ambiciosas han sido obstáculos que han estado demasiado presentes en los últimos 10 años en todo el mundo. A pesar de todo esto, sí que se han logrado avances importantes, aunque a un ritmo muy inferior a lo esperado. Aun así, las tasas globales de finalización de la educación primaria y secundaria han aumentado un 2 y un 4%, respectivamente, y la tasa de alfabetización en adultos un 3%, alcanzando al 88% de la población mundial.

Dejando a un lado estos índices, hay algo esencial que muchas veces se olvida al hablar de educación: la labor que llevan a cabo los profesionales del sector. Mujeres y hombres que necesitan de 44 millones de compañeros y compañeras en todo el mundo para seguir librando la batalla contra la ignorancia, en pos del conocimiento. Maestras, profesores y educadores que necesitan de una buena preparación, formación y recursos para entrar en un aula y hacer su trabajo de la mejor forma posible. Un desempeño que no es otro que el de formar a las nuevas generaciones en el respeto, la empatía y el pensamiento crítico.

A pesar de que estos valores siguen siendo más que necesarios hoy en día, una década después de la aprobación de la Agenda 2030, el mundo es diferente. Ahora es más individualista, crudo e incierto. Con estos cambios, la relación que los Estados deberían de tener con los compromisos educativos adquiridos también debería de ser otros. Por eso, es crucial que la comunidad internacional dé un paso más y pase de la promesa al compromiso. Si no lo hacen, no podrán decir dentro de cinco años que no lo sabían, no podrán decir que desconocían que millones de niños y niñas seguirían sin ir a la escuela.

Sin embargo, aún hay tiempo. Casi un lustro.

Voluntad política, compromiso ético y presión ciudadana. No queda otra.

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