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Una buena gestión empresarial, suficientemente mantenida a lo largo del tiempo, tiende a generar en la cultura organizativa, al menos, tres rasgos clave. Cuando aquellos elementos se presentan en grado suficientemente destacado, la empresa que los exhibe suele ser percibida como excelente y, en consecuencia, pasa a formar parte del selecto club de organizaciones que sirve a las demás de benchmark y modelo en el que inspirarse en busca de buenas prácticas. La primera característica, las más inmediata y obvia -que, ciertamente, representa aquello que más suele ocupar la agenda de quienes dirigen empresas- tiene que ver con los resultados económico-financieros del ejercicio. En efecto, una buena gestión empresarial suele ser causa de resultados económicos positivos; tiende a saldarse con beneficios y ganancias más o menos elevadas y estratégicamente sostenibles de cara a futuros ciclos de negocio.

En segundo término, está el valor intangible de la reputación, con todo lo que ello trae aparejado en términos de marca, de atractividad y de valor comercial. Una empresa excelente es percibida como tal por muchos agentes. De una parte, están los clientes que deciden serle fieles adquiriendo los productos o utilizando los servicios que aquella ofrece, normalmente a precios razonables y con calidad más que suficiente. Suele también atraer el talento de trabajadores potenciales que aspiran a – y a veces, sueñan con- llegar a trabajar para una firma tan reputada. La admiración sube de nivel cuando los propios empleados hacen manifiesto su orgullo de pertenencia o declaran expresamente su compromiso con la empresa en la que trabajan y en la que, además del sueldo, suelen encontrar ocasión para desarrollarse como profesionales y de crecer como personas. El círculo virtuoso se cierra cuando entran en danza los medios de comunicación y las agencias que elaboran los listados de las empresas más admiradas, los mejores sitios donde trabajar, las organizaciones más responsables, las que parecen tener mayores posibilidades de mantenerse en el mercado de manera sostenible… al margen de que, en tal o cual ocasión, puedan incluso recibir un premio o algún otro tipo de galardón que reconozca el buen hacer.

Ahora bien, nada de lo anterior se improvisa ni es mero fruto de la casualidad. Al contrario: para llevar a efecto una buena gestión de empresas y organizaciones es condición necesaria que quienes las dirigen quieran hacerlo; sepan cómo llevarlo a cabo; y, sobre todo, actúen. Es decir, decidan poner manos a la obra con voluntad firme y perseverancia en el empeño.

En primer lugar, deben tener muy claro cuál es la misión, el propósito organizativo que da sentido al proyecto de empresa; en segundo término, deben saber discernir con agudeza cuáles debieran ser las claves de su modelo de negocio y ponerlas a funcionar. Naturalmente, tienen que ser perspicaces en el análisis y buenos conocedores del entorno en el que se inserta la empresa que dirigen; necesitan, por supuesto, conocer y dominar con suficiencia las técnicas básicas de cada una de las áreas administrativas -finanzas, marketing, producción, gestión de personas…

Ahora bien, junto a estos requerimientos técnicos indispensables -conditio sine que non para un ejercicio profesional mínimamente exitoso-, para dirigir desde la excelencia, se necesita desarrollar, cuando menos, otras dos características complementarias entre sí. Una eminentemente práctica y otra teórica que, en el límite, acaba convirtiéndose a su vez en práctica, iluminando y favoreciendo una toma de decisiones bien fundamentada: la primera apunta de manera más inmediata a la moralidad personal del empresario o del directivo y enlaza con la Ética de la Virtud. La otra va orientada primordialmente a la Lógica y, como decimos, aunque tiene un sesgo inmediato más conectado con el pensamiento, con la teoría, con la Filosofía de la Empresa y la Gestión, acaba desembocando, como por cadencia natural, una vez más, en la práctica… y en la Ética.

Por un lado, es muy conveniente contar con unos determinados rasgos de carácter. En este sentido, al igual que ocurre con la cultura organizativa, el carácter personal es siempre el resultado de la acción. Como toda virtud, los rasgos -ya sea de la personalidad, ya de la cultura- se adquieren a base de repetir determinadas conductas, de manera consciente y voluntaria.

La repetición de comportamientos terminará cristalizando en hábitos que, en conjunto, configuran a cada sujeto, al modo de una segunda naturaleza adquirida. Entre aquellos rasgos de carácter imprescindibles para un ejercicio excelente de la profesión de administrador de empresas y organizaciones no puede faltar un cierto estilo de liderazgo basado en la ejemplaridad que la virtud irradia. Tampoco, por supuesto, puede faltar, cuando menos, la dosis mínima de inteligencia emocional que asegure la empatía, indispensable en cualquier proyecto que, como ocurre en el ámbito empresarial, para ser logrado, requiera de una cooperación abierta y generosa por parte de otras personas.

Con ser lo que va dicho de vital importancia, no menos determinante resulta el momento epistemológico que haya de construir el mapa mental desde el que captar el fin último, el telos, la razón profunda de ser de la empresa concreta, en el concierto social determinado en el que aquella se inserta. Esta cuestión teleológica, que busca respuesta a la pregunta acerca del propósito empresarial, enlaza con la identificación de misión organizativa y contribuye de forma coherente a perfilar una visión atractiva. Desde ella será razonable esperar el diseño de una estrategia retadora, ilusionante y sostenible.

Estas claves teóricas, como decimos, resultan fronterizas con la Lógica y, en todo caso, se ven ubicadas en el terreno propio de la Filosofía de la Empresa y la Gestión. Enraizándose en el marco que conforman aquellas ideas habrán de encontrar acomodo, suelo firme y alineamiento los valores por los que la empresa opta de facto en el día a día. Estos, a su vez, contribuyen a la construcción, al despliegue, al mantenimiento y a la consolidación de una sólida cultura corporativa. Desde ella se verá favorecida la socialización responsable y una integración madura de las personas en el proyecto que la empresa en cuestión constituye. Por lo demás, al verse con ello minorados los costes de coordinación, la energía disponible en el marco organizativo podrá canalizarse hacia proyectos de innovación, en un proceso continuo de mejora constante tanto en productos, cuanto servicios o procesos de la más variada índole.

Por consiguiente, contar con un marco teórico bien articulado y robusto -un auténtico paradigma de empresa- viene a constituirse en una verdadera especie de condición de posibilidad para llevar a efecto una gestión empresarial exitosa y sostenible. Ésta debiera situarse más allá de la búsqueda del éxito del negocio a corto plazo, y orientar sus objetivos hacia un alcance temporal más largo, aspirando a la sostenibilidad de los procesos, desde una apuesta explícita por la excelencia de la empresa y la gestión.

Todo lo que va dicho es pura Estrategia Organizativa, conectada de manera inmediata con la Ética Empresarial. Ahora bien, al fondo de todo ello, sirviéndole de principio y fundamento, es posible identificar una especie de Ontología de la Empresa como institución socioeconómica. En efecto, la empresa, como institución económica y social, se explica desde aquella suerte de imperativo cultural que exige a las sociedades humanas organizarse para dar respuesta a la dimensión económica de la vida. Pues, en efecto, todo grupo humano estable se ve en la necesidad de producir bienes de manera eficiente y distribuirlos desde criterios que contemplen requisitos de equidad. Con ello se estarían satisfaciendo necesidades humanas más o menos básicas y, en su caso, los deseos más sofisticados de aquellos que tienen solvencia económica suficiente para convertir una necesidad en algo mucho más concreto, una demanda al mercado.

Y todo ello, en definitiva, responde a claves antropológicas muy profundas, que, entre otras cosas, ubican la dimensión económica y el desarrollo tecnológico junto a la naturaleza social del ser humano; y la dimensión moral de la vida, al lado de la capacidad lingüística, lógica y argumentativa que favorece el despliegue de la vida del Espíritu; y desde ella, el avance cultural y el desarrollo político. Pues bien, un paradigma de empresa capaz de servir de base a una gestión estratégicamente competitiva, sostenible y exitosa podría quedar delineado por referencia a los elementos que enunciamos a continuación, en línea con lo que venimos afirmando en los párrafos anteriores.

La empresa como creación cultural humana es una organización económica y social ubicua y polimórfica, presente en todos los contextos históricos y reconocible en todos los lugares, bajo las más variadas configuraciones, en función de los sectores de actividad, el desarrollo de la tecnología o los requerimientos institucionales, jurídicos u organizativos. En definitiva, el dato cultural que la empresa constituye responde a la peculiar idiosincrasia antropológica que nos presenta al ser humano como un animal de carencias, viable sólo en un entorno social, obligado a dar respuesta a la dimensión económica de la vida.

Produciendo y distribuyendo bienes o prestando servicios -aunque sea con ánimo de lucro inmediato-, la empresa está, al propio tiempo, contribuyendo al Bien Común. En este sentido, cabe afirmar que la empresa -siendo tal y sin dejar de serlo; actuando de manera eficiente-, ya constituye un elemento que merece ser valorado positivamente desde el punto de vista de la Ética social y económica.

La responsabilidad social empresarial es, pues, algo muy básico, y está presente en la índole más esencial del fenómeno empresa. Diríase que la actividad a favor de la sociedad se halla, in nuce, esperando a ser perfilada y puesta en funcionamiento explícito, mediante una estrategia bien diseñada y una gestión que la haga tangible en las políticas y las prácticas del día a día.

La empresa, desde el punto de vista económico, trata de satisfacer los intereses de los sujetos que con ella se relacionan que, naturalmente, van más allá de los de sus propietarios. Una gestión sostenible y a la atura de los tiempos requiere una exquisita atención a las expectativas de los diversos agentes implicados, con vistas a tratar de dar respuesta a muy variados grupos de interés: por supuesto, entre ellos están sus dueños o accionistas; pero, con igual legitimidad -y, a veces, incluso, con mayor urgencia y con un poder no menor-, están también los trabajadores, los clientes, los distribuidores y suministradores, los competidores, los bancos financiadores, las Administraciones Públicas y el resto de los denominados Stakeholders.

Atender de manera suficiente la agenda de estos grupos de interesados es, pues, condición de posibilidad indispensable para una gestión exitosa y la posibilidad del mantenimiento de la empresa en el mercado a plazo largo. Ahora bien, no resulta sencillo ni automático encontrar la clave que garantice el éxito en la gestión.

De todas maneras, merecerá la pena siempre entrenar la habilidad para el diagnóstico que dé cuenta de la variabilidad y del dinamismo de la estructura y la constelación de los Stakeholders.  Una vez se tengan bien identificados, será el momento de atender en serio, no sólo a sus demandas, sino también a sus necesidades y expectativas. Aquí radicará, muy probablemente, la condición que posibilite la sostenibilidad y el éxito a largo plazo de la organización.

A ello podrá contribuir, con toda probabilidad una consideración filosófica de la empresa y la gestión por referencia al marco que representa el paradigma que acabamos de esbozar en los párrafos anteriores. Pienso que dichas intuiciones pueden concretarse en una praxis gerencial más eficiente, exitosa, responsable y sostenible; al quedar fundamentada en una Ontología de empresa sólida, capaz, no sólo de dar sentido al propósito y a los objetivos económicos, sino también a las metas y aspiraciones morales de la misma.

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OpiniónéticaRSE/RSC/Sostenibilidad

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