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Asistimos al maremagnum de la economía colaborativa, que está transformando la manera en que los ciudadanos accedemos a productos y servicios. Con una heterogeneidad de modelos, su crecimiento se basa en la confianza entre usuarios y nuevos paradigmas en el modo de entender el consumo. Un vistazo inicial a la corriente, previo a considerar el camino que se abre en materia de responsabilidad social

En los últimos años asistimos al desarrollo de la economía colaborativa, epígrafe bajo el que se incluyen diferentes esquemas de provisión de productos y servicios, mediante el intercambio entre empresas, personas o ambas, a través de la conectividad entregada por plataformas. Con diferentes ideólogos como propulsores recientes de este modelo, se trata de la evolución de esquemas de relacionamiento ya existentes históricamente, ampliando el círculo social de alcance gracias a la tecnología.

Se trata de un fenómeno creciente, intensificado por la crisis económica pero de raíces más profundas. Destaco dos elementos como clave en su trayectoria, partiendo por el cambio en el paradigma del consumo, en que se deja atrás al afán por la propiedad para ponerlo en el uso temporal, liberando la capacidad de utilización de bienes que no están siendo utilizados en el momento.

El segundo consiste en la confianza entre los usuarios de la plataforma. Rachel Botsman, pionera en la configuración del concepto de consumo y economía colaborativa, destaca cómo hemos evolucionado en la interacción con otros usuarios en línea, aceptando identidades online en una primera etapa, facilitando datos bancarios para operaciones posteriormente y ahora ya confiando en usuarios en principio desconocidos para que nos presten servicios. Para la confianza es esencial el core del trabajo de dicha autora, la reputación digital, que cada vez cobrará mayor protagonismo para cada uno de nosotros y se irá haciendo transversal a las diferentes plataformas en las que estemos presentes (de transporte, alojamiento, etc.). Volviendo a la confianza, Botsman destaca la ruptura de la misma como detonante del “fenómeno colaborativo” en un sector de actividad, junto con la existencia de procesos demasiado complejos o poco transparentes, una cantidad excesiva de intermediarios y demanda masiva por el bien o servicio.

Para seguir ahondado en la “base teórica” de la economía colaborativa, es interesante analizar la diferencia entre managerial capitalism y crowd-capitalism, que resume con claridad Albert Cañigueral, conector de OuiShare, en un reciente artículo. Las fábricas han sido sustituidas por plataformas, los trabajadores por usuarios productores, los jefes por algoritmos y mecanismos de reputación entre usuarios. Además, la innovación explota como capital base para atender el mayor dinamismo en el requerimiento de los usuarios. En ese sentido, el ciudadano ha pasado a decidir de manera proactiva lo que quiere, condicionando en mayor medida un consumo que antes tenía un carácter más “cautivo”. Lo que se generaliza como economía colaborativa incluye diferentes modelos. Rescato la clasificación realizada por Adigital y Sharing España, en base al rol que desempeña cada plataforma, y que en función de que seamos más o menos restrictivos podemos considerar bajo el epígrafe de economía colaborativa. Por un lado, diferencian como economía colaborativa “en sentido estricto” aquellos casos en que la plataforma actúa como mera intermediaria facilitando la relación entre los usuarios (ya sean particulares o empresas), por bienes o servicios sin que el usuario sea “especialista o profesional”, exista o no una contraprestación económica (es el caso de AirBnB, Blablacar, Wallapop, entre otras). Por otra parte diferencian economía bajo demanda, que se entiende como la intermediación pero ya entre “un profesional y un consumidor”, generalmente con una contraprestación económica (por ejemplo Cabify o Uber); y economía del acceso, en que la empresa detrás de la plataforma es también la prestadora del servicio, como por ejemplo aquellas dedicadas al carsharing (Car2Go, Emov, etc.) o coworking.

La variedad de roles de las plataformas va acompañada además de una diversidad de modelos de negocio y propósitos. Es respecto de ello donde profundizaré en la segunda parte de este artículo, diferenciando entre aquellas que cuentan con un propósito social y las que no, con las implicaciones que ello tiene para la construcción de su responsabilidad social.

Las dimensiones que alcanza la economía colaborativa se reescriben cada día, superando con creces al anterior. El potencial de la tecnología, junto a factores como la sucesión generacional y la eficiencia en costos de los nuevos modelos, potencian su crecimiento. Un reciente informe de PwC proyecta que las transacciones generadas en Europa mediante estas plataformas pasen de los actuales 28.000 millones de euros anuales a 570.000 millones en 2025, es decir, que se multipliquen por veinte. El estudio destaca cinco sectores como los de mayor potencial: finanzas, alojamiento, transporte, servicios profesionales y, especialmente, servicios para el hogar, incluyendo este último los servicios de comida a domicilio y de reparaciones domésticas. España destaca entre los países europeos, con un 6% de la población que declara ofrecer productos o servicios a través de estas plataformas (la media europea se sitúa en el 5%). En nuestro país destacan servicios como la provisión de alojamiento, de actualidad por controvertidos motivos, pero también la provisión de financiamiento, con un elevado crecimiento que la sitúa como sexto mercado del continente.

En un maremagnum de desafíos por su rápido crecimiento, las oportunidades que afloran en el camino hacia la madurez de las plataformas de la economía colaborativa van de la mano de sus impactos, en que centrar sus iniciativas de responsabilidad social, como se ampliará en la segunda parte de este texto.

 

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