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Un Estado ¿(in)sostenible?

Cuando uno se adentra en terrenos de la política y el ámbito público, la fijación de responsabilidades se va sumergiendo en terrenos viscosos, difíciles, cuando no imposibles de especificar. La infortunada pandemia que nos viene castigando desde hace ya más de un año no para de aportar ejemplos inquietantes de conductas lesivas para el conjunto, pero gratuitas para los autores; tildarlos de responsables se antoja un sarcasmo en clave de impunidad.

Yendo sólo a lo más reciente, dos hechos sobresalen para dar pie a algún comentario, siquiera testimonial. El primero nos retrotrae al principio de todo esto: la primera declaración de estado de alarma -15 de marzo de 2020-, parcialmente desautorizada hace pocas fechas por el Tribunal Constitucional. El segundo, el palpable descontrol del virus en algunos territorios, a los pocos días de la llamada desescalada, que en realidad supuso levantar prohibiciones y lanzar mensajes de inmunización. Uno se añade al errático comportamiento de los órganos judiciales; otro se inscribe en el errático desempeño de las autoridades sanitarias desde el inicio de la crisis. Huelga decir que va más allá de lo ingenuo pensar que vaya a derivar asunción de responsabilidades por los sucesivos estropicios económicos y sociales que, fruto de todo ello, se han producido, se siguen produciendo y continuarán surgiendo durante nadie sabe cuánto tiempo más.

Valorar la aludida sentencia del Tribunal Constitucional resulta enjundioso, puede que hasta temerario, antes de que se haga pública de forma íntegra, pero sí se ha conocido que cuatro de los nueve magistrados que la votaron lo hicieron en disconformidad. Es decir, que materia tan delicada como declarar estado de alarma o excepción, o no está clara en el texto de la vigente Carta Magna, o los miembros del máximo garante de su cumplimiento se pronuncian bajo parámetros que están cuasi obligados a explicitar. Las repercusiones reales hacia el pasado de la resolución parece que irán poco más allá de invalidar sanciones y multas, pero se antojan más importantes las presumibles hacia futuro: ¿restan o no margen de maniobra al gobierno para hacer frente a emergencias sanitarias? Y, acaso más relevante: ¿qué grado de confianza cabe en la capacitación jurídica de quienes elaboran, dictan y sancionan las leyes, en gobierno y Parlamento?

La cosa, por desgracia, no queda reducida a ese episodio, sino que forma parte de algo tan inquietante como generalizado: las hondas discrepancias entre los diferentes Tribunales Superiores de Justicia de las respectivas demarcaciones autonómicas, a la hora de autorizar, denegar o corregir las medidas dictadas sobre la pandemia. Toque de queda sí… o no. Limitaciones de aforo… depende. La sensación es que medidas idénticas eran autorizadas o desautorizadas… ¿en función de qué? Desde una estimación estrictamente jurídica cuesta entenderlo, ya que el marco normativo es el mismo. Cabe, sin embargo, que variara la calidad dispositiva de las distintas administraciones territoriales, con lo que la causa estaría más en éstas que en los órganos jurisdiccionales. a saber… aunque ello teóricamente aconseja, en realidad obliga a dejarlo suficientemente claro ante la sociedad.

Sin duda, la lista de contradicciones, rectificaciones e incluso falacias emanadas de las autoridades estatales y autonómicas es mucho más larga y quizás hasta más lesiva para los ciudadanos, pero lo que más descorazona es que, en conjunto, el desempeño del magma público -jueces y tribunales son también administración- ha dejado, sigue dejando, bastante qué desear. Es, sin duda, una invitación a la búsqueda, identificación y señalamiento de culpables, tarea a la que se han lanzado, con empeño digno de la mejor de las causas, varios grupos de la oposición; en su mayoría, tirando a bulto, sin apenas matices, que los hay. Servirá o no para propiciar relevos al frente de los gobiernos, pero ¿será útil para algo más?

Siendo, como es, este espacio prioritariamente orientado hacia responsabilidad y sostenibilidad cuesta entender la negativa rotunda a realizar un análisis ponderado y objetivo de todo lo actuado u omitido desde que el maldito bicho se instaló en el país. Tarea que debería ser encomendada a reputados expertos, capaces de pronunciarse con máximas independencia y neutralidad. Serviría, de una parte, para señalar qué se ha hecho bien y qué mal, desde la convicción de que no todo ha sido lo contraproducente que sostienen unos, ni lo seráfico que presumen otros y, a partir de ahí, propiciar que cada quien asumiera su cuota-parte de responsabilidad: de eso va la democracia, en la que los dirigentes públicos ejercen por delegación y mandato del conjunto de la sociedad. Sería útil también, por otra parte, para hacer más sostenible la tarea que corresponde genéricamente al Estado, dado que, para ser eficaz, precisa que los ciudadanos confíen en su probidad.

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