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Estamos a las puertas del mes de agosto, un verano distinto con el COVID-19 como protagonista, aunque nos pese, y nos tranquiliza poco la llamada “nueva normalidad”, que no deja de ser un término eufemístico para autoconvencernos de que podría ser peor y que aún hay que esperar a que llegue la normalidad real, la antigua, la que todos añoramos.

Como un mal sueño, nos ha alcanzado la emergencia sanitaria, con consecuencias económicas y sociales de gran calado, que, si se suma a la climática, con la que finalizamos el mes de diciembre pasado con la COP25, el panorama no es muy alentador, que digamos.

Como aviso para navegantes, la emergencia sanitaria ha evidenciado la vulnerabilidad social y económica a nivel global y ha puesto a prueba a las organizaciones internacionales, los estados y a los propios ciudadanos, a nosotros.

Ante esta situación, siempre podemos sacar algunas experiencias útiles, como el refuerzo de la solidaridad a todos los niveles y la capacidad de adaptación y respuesta, resiliencia, en materia social y económica.

Esta pandemia ha fracturado la sociedad que conocíamos y será inevitable referirnos a un antes y un después del COVID-19, teniendo en cuenta sus secuelas; fallecidos y familiares, confinamiento masivo y el freno de la actividad, rompiendo las expectativas económicas con las que comenzó el año y repercutiendo dramáticamente en el empleo y el consumo, recordemos los ERTE en nuestro país, agudizando la exclusión social y el crecimiento de las bolsas de pobreza.

Hemos sido testigos de las medidas públicas, totalmente excepcionales y necesarias, y la actuación coordinada de los gobiernos, siguiendo las pautas de instituciones supranacionales, como la Organización Mundial de la Salud (OMS), o la misma Unión Europea, con la puesta en marcha de iniciativas y ayudas sociosanitarias y fondos para la recuperación económica. En este contexto, me gustaría someter a la inversión sostenible a un chequeo básico, repasando algunos aspectos que creo que son dignos de valoración.

¿Cómo se han comportado los activos gestionados con criterios ambientales, sociales y de gobernanza (ASG)?

Esta crisis, que ha colapsado los mercados, ha puesto a prueba la inversión sostenible y la afirmación de que controla mejor los riesgos. El resultado ha sido positivo, comparando con las inversiones en empresas con peor calificación ASG, acreditado por diversos estudios y análisis (más información en www.spainsif.es). 

Este resultado tiene sentido, en la medida en que lo corroboran los datos financieros, de forma que las compañías con un desempeño positivo en aspectos sociales ambientales y de gobernanza aguantan mejor las crisis y se recuperan antes, y eso lo estamos viendo día a día, dado que el inversor detecta que hay una correlación positiva entre la sostenibilidad y la rentabilidad financiera, así como en la solvencia de las compañías. Si a esto le unimos el impacto positivo en los aspectos sociales y ambientales, tendremos unas credenciales positivas en favor de la inversión con criterios ASG.

¿Cómo se autoevalúa la inversión sostenible ante la pandemia?

La singularidad que se percibe en la inversión socialmente responsable por la crisis del COVID-19 es la potenciación de la “S”, atendiendo a los efectos sociales que se han derivado de esta crisis sanitaria, situándola en el que llamamos “momentum social de la inversión sostenible”, que convive y se complementa con los objetivos medioambientales.

Todos los gobiernos han desarrollado planes de reconstrucción que, en mayor medida, van ligados a la sostenibilidad. Me refiero a programas de inversión relacionados con el mantenimiento y la creación de empleo, y el refuerzo de la sanidad y la educación, entre otros.  En el sector privado, las finanzas sostenibles, juegan un papel clave para apoyar estas iniciativas públicas poniendo el foco en la parte social.

¿Cómo queda la vinculación entre la inversión sostenible y la Agenda 2030?

Los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) adquieren un mayor protagonismo, en cuanto que la pandemia supone una nueva barrera para alcanzarlos, potenciando los aspectos relacionados con la Salud y Bienestar (ODS 3), Pobreza (ODS 1), Hambre (ODS 2), Trabajo Decente y Crecimiento Económico (ODS 8), Reducción de las Desigualdades (ODS10) o Producción y Consumo Responsable (ODS 12), entre otros.

Según el FMI, para cubrir estos objetivos hace falta invertir entre 2 y 4 billones de dólares hasta 2030 entre el sector público y privado. Mientras, Naciones Unidas, antes de la pandemia, estimaba que las iniciativas relacionadas con la Agenda 2030 pueden generar más de 380 millones de puestos de trabajo en el mundo.

Los 17 ODS, según la ONU, buscan un ecosistema resiliente y sostenible para el 2030. Con el impacto del COVID-19 estaríamos ante una emergencia social que da impulso a los ODS, estrechando su conexión con las finanzas sostenibles.

¿La inversión de impacto como palanca para la reconstrucción?

La inversión sostenible refuerza la búsqueda del impacto, que, como variable fundamental, se incorpora a la valoración de riesgos y retornos.

Distinguimos entre la inversión de impacto cotizada, que amplía la tradicional performance rentabilidad riesgos con el impacto, así como la inversión de impacto enfocada al emprendimiento y los proyectos sostenibles, menos líquidos (empresas sociales, private equity, etc.).

Volviendo con lo que llamamos el “momentum social”, el impacto se centra en los aspectos sociales, con carácter prioritario. Salud y bienestar, pobreza, desigualdad, hambre y trabajo decente son claves para la reconstrucción económica tras la pandemia, conectando la parte social con las medidas derivadas de la emergencia climática, que ya estaban en la agenda del inversor sostenible.

Compartidas estas reflexiones, tan solo terminar trasladando el convencimiento de que la inversión sostenible es y será clave para la recuperación económica, focalizada en los impactos sociales dentro del compromiso mantenido con la transición energética y el cambio climático.

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