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Encontrar empleo supone un reto para cualquier persona con discapacidad, pero si además es de tipo intelectual, se convierte en toda una gymkana, en casi una misión imposible. ¿Por qué? Sencillamente porque la discapacidad intelectual “se vende peor”, tiene menos “reputación social” y a su alrededor proliferan y se multiplican los prejuicios.

A ellos se une otra barrera mayúscula: la sobreprotección familiar, muchas veces bienintencionada, pero tan perjudicial en realidad. Los propios padres, por temor a que sus hijos sufran, prefieren no hablarles directamente de su discapacidad, ¡mejor que no pregunten!, perpetuando esa peligrosa frase de que: “en la ignorancia está la felicidad”.

Padres y madres del mundo: esta actitud es contraproducente y dañina. El primer paso para tener una vida plena es el conocimiento. Es fundamental responder a la curiosidad de los hijos, escucharles, explicarles qué implica tener discapacidad intelectual y cómo pueden tener una vida normalizada. A partir de ahí, los esfuerzos deben ir dirigidos a potenciar al máximo su autonomía. Porque en ella reside la felicidad, ¿acaso hay mayor inyección de autoestima que comprobar que puedes lograrlo por ti mismo?

También es importante que nos dejen salir de nuestra zona de confort: podemos trabajar, ¡claro que sí!, e incluso hacerlo en la empresa ordinaria. Algo que es todavía una utopía, si tenemos en cuenta que 7 de cada 10 personas con discapacidad encuentra empleo en el ámbito protegido.

Pero para dar el salto, necesitamos tener acceso a la formación inclusiva desde la infancia. No se nos puede tratar de forma diferente cuando somos niños y, de repente,soltarnos en el mercado abierto en la edad adulta. Es un contrasentido. La normalización y la igualdad empiezan en las edades más tempranas. Y el compromiso del entorno familiar y el educativo es la llave que nos abrirá las puertas de un futuro igualitario, donde las personas con discapacidad intelectual podamos desarrollarnos como cualquier otro ciudadano.

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Opiniónempleo y discapacidad

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