“Dale un pez a un hombre y comerá hoy. Enséñale a pescar y comerá el resto de su vida”. Proverbio chino.
Este conocido proverbio chino puede ser aplicable a muy diversas situaciones en las que la generosidad humana, individual, colectiva o institucional, pretende atenuar las carencias de un individuo, de una comunidad o incluso de un país. Así, en el sector público, a la hora de diseñar una política de subvenciones con una finalidad concreta o una política de ayuda internacional para apoyar a un país del tercer mundo, hay que valorar muy claramente qué objetivo último se pretende conseguir y qué formato debe tener la ayuda para ser verdaderamente efectiva.
Uno de los principales temas de debate, a escala planetaria, en torno a las políticas de subvenciones o de las ayudas al desarrollo, no es solamente, el de las cantidades que se dedican a esos menesteres, sino la claridad y pertinencia de los objetivos a conseguir por esas ayudas, el diseño sobre en qué verdaderamente consiste la ayuda, es decir, si estamos ante una ayuda finalista (que trata los síntomas), o una ayuda estructural (que ataca y pretende reformar las causas que producen esos síntomas), y la eficiencia con la que se administra la ayuda, es decir, qué porcentaje del dinero contribuido se dedica a satisfacer los costes de estructura y de administración para otorgar y supervisar la propia subvención. Nos referimos, en resumen, al QUÉ, al PARA QUÉ, y al CÓMO que aplica al dinero donado por un actor económico a un tercero. El que una cantidad de dinero sea donada y provenga del altruismo no quiere decir que no tenga que estar gestionada con la más absoluta profesionalidad. Una subvención otorgada sin criterios claros puede, no solo significar el desperdicio de una cantidad de recursos importante, sino producir un multiplicador de impacto negativo en aquél a quién pretendes ayudar.
Pero no quería hablar de ese punto en concreto, estimado lector, aunque lo cierto es que el mismo daría para toda una serie de artículos, sino que pretendía señalar que en el campo de la filantropía privada y en el campo de la inversión de impacto ese mismo proverbio chino puede tener también su aplicación.
Dejar de forma exclusiva en manos de los Estados la atención de las muchas necesidades sociales que presenta cualquier país o comunidad es una irresponsabilidad ciudadana de primer orden. También podría dedicar un artículo en exclusivo a este asunto, pero no lo voy a hacer, al menos hoy. Por ese motivo, y por muchos otros, la creatividad empresarial y la filantropía privada o pública, pueden y deben hacer mucho para resolver problemas sociales. Es posible, sin duda, crear e implementar modelos de negocio que se centren en algún problema social y pretendan solventarlo o mitigarlo desde un lógico ánimo de lucro. Podemos crear proyectos y empresas sociales que sean razonablemente sostenibles en lo económico, sin depender, o dependiendo de forma mínima, de subvenciones o ayudas.
Estamos hablando, como ya habrá adivinado, de inversión de impacto en el ámbito social. La cuestión con ese tipo de inversión de impacto es que el nivel de rentabilidad de las mismas a largo plazo, suele ser más bajo que el que presentarían otro tipo de inversiones. Además, nos encontramos ante modelos de negocio que, por su naturaleza, suelen ser difícilmente escalables, o que inicialmente necesitan de alguna cantidad prácticamente a fondo perdido para arrancar el MVP (Minimum Viable Product). Por ambos motivos, especialmente por el segundo, es difícil encontrar vehículos de capital riesgo que se focalicen en este tipo de proyectos.
Ahí es donde surge el concepto de filantropía de riesgo o Venture Philanthropy, que busca aplicar al dinero de donación las técnicas de capital riesgo, transformándolo en realidad en fondos para la inversión social, a la vez que profesionaliza, en el sentido de nuestro simpático proverbio chino, la labor de los promotores sociales al frente de los proyectos.
En efecto, el hecho de transformar el concepto de donación hacia un concepto de inversión social de impacto, modifica fundamentalmente las expectativas y, por ende, el comportamiento, de los actores económicos implicados. Por simplificar, hablemos tan solo de tres actores: el donante, que se transforma en inversor; el receptor de la ayuda, que se transforma en emprendedor; y el administrador de la ayuda, -en este caso inversión de impacto-, que se transforma en vehículo acelerador y facilitador.
Podría referirme a los principios fundamentales de la filantropía de riesgo, como la necesaria medida y gestión del impacto social, el apoyo no financiero a los proyectos o la financiación totalmente a medida que esa figura proporciona, pero prefiero centrarme en ese cambio de rol que definía en el párrafo anterior, entre la donación y la inversión de impacto para cada uno de sus actores, y que es lo que hace de este vehículo, todavía poco extendido en España, una herramienta de alto potencial. Porque la gestión de las expectativas y del comportamiento de las partes, son cruciales en el dinero de donación y en la filantropía.
En primer lugar, el donante se transforma en inversor de impacto. Ello cambia fundamentalmente su posición en la cadena de valor, ya no espera poco o nada a cambio de donar su dinero para hacer el bien, otorga su dinero para que cambien cosas, para que su inversión tenga un impacto medible, puede ser financiero, de impacto social o mixto. En cualquier caso, aunque parte del dinero que entregue lo sea a fondo perdido, ese cambio fundamental de mirada, lo convierte en celoso guardián del impacto y en garante último de la buena utilización de los fondos. No olvidemos también que, el hecho de transformar total o parcialmente donación en inversión, incrementa las posibilidades de obtener más recursos de un mismo donante.
El receptor de los recursos ya no es un beneficiario, es un emprendedor, recibe los recursos porque tiene la creatividad, la pasión y el know how necesario para buscar soluciones a problemas que tienen los que serían beneficiarios de subvenciones finalistas y hacer de esa solución algo sostenible en el tiempo, también económicamente. Para, y siguiendo el proverbio chino, “enseñar a pescar”, porque solo así un proyecto de emprendimiento social, es sostenible económicamente.
Y, por último, la agencia que administra y distribuye las ayudas se convierte en un agente de cambio, facilitador y acelerador: en un fondo de filantropía de riesgo. Y ese es, sin duda, otro cambio absolutamente radical. De ser un órgano burocrático que gestiona peticiones y aplica normativas, en muchas ocasiones sin atender en exceso al coste administrativo y a la eficiencia, nos transformamos en organismos pequeños, eficientes, con mentalidad de Venture Capitalist que se centran en encontrar la mejor forma de apoyo a cada emprendedor y para cada proyecto, con una voluntad de apoyo no financiero a largo plazo, de eficiencia en la utilización de los recursos y de retorno e impacto a conseguir.
Nos encontramos ante un camino de alto potencial y que los grandes donantes y muchos inversores con sensibilidad social, deberían explorar sin más dilación.