Publicado el
Mujeres de países subsaharianos, varadas en lo que era un país de tránsito, logran salir adelante al otro lado del Estrecho en un contexto de racismo social e institucional. “Despidieron a mi padre del banco donde trabajaba y él me dio el dinero para que me fuera. Llegué a Marruecos como turista, con un visado, y pagué 2.500 euros a alguien que me iba a facilitar llegar a España y que no apareció jamás. En mi país hay oro, cobalto… pero el pueblo no tiene nada, ¿qué haría allí?”. Nana Ngome Ndembe, de Congo Kinshasa, es una de las miles de mujeres migrantes subsaharianas que emprenden la peligrosa ruta hacia el norte desarrollado y, al final, se quedan a vivir en Marruecos durante años… o para siempre.

Nana vive en Rabat, en el mismo barrio que otra congoleña,  Liliane Nyemba, de 42 años. En su viaje, tuvo que dejar a tres hijos atrás. Lleva ya 12 años en el país árabe, al que llegó caminando, tras cruzar RD Congo, Camerún, Nigeria, Benín, Níger y Argelia. Según Google Maps, más de 7.000 kilómetros que no la hicieron darse la vuelta porque la impulsaba por la esperanza de llegar a un país donde su vida no peligrara como en el suyo, inmerso en un conflicto armado que parece no tener fin. Tras un tiempo buscando cómo sobrevivir, Liliane comenzó a comerciar con mercancías a través de sus redes sociales y ahora sueña con poder abrir en la ciudad una tienda de productos textiles exóticos.

Tanto Nana como Liliane han formado parte de los talleres formativos que ha apoyado Alianza por la Solidaridad-ActionAid para mujeres migrantes en un centro que gestiona la asociación marroquí Amal Chabab Takadoum (Amal), un proyecto que quiere promover los derechos humanos, económicos, sociales, civiles y políticos de mujeres de origen subsahariano que viven con sus hijos e hijas en Marruecos y que es financiado por la Agencia Andaluza de Cooperación Internacional al Desarrollo (AACID).

En realidad, nadie sabe la cifra exacta de  mujeres subsaharianas que se han quedado ‘varadas’ en Marruecos en su viaje a Europa. No se conoce tampoco cuántas han sufrido violencia sexual, violaciones incluidas, ni se cuantifica la resiliencia que son capaces de tener para sobrevivir, solas, con menores a su cargo, en un entorno social hostil, excluidas del sistema, con un contexto de extrema desprotección y sufriendo un cúmulo de discriminaciones (por género, raza, religión, situación migratoria...)  . “Aunque son menos perseguidas que los hombres negros, también pasan por ello. Una congoleña me contaba que hace pocos días iba al hospital acompañada de un familiar joven cuando les paró la policía y a él se le llevaron para deportarle. No le ha vuelto a ver. Todo ello les afecta mucho”, explica la joven voluntaria de Alianza en España Liberia Serrano, que recientemente visitó el centro junto con otras compañeras.

En el ambiente aún se sentía el dolor por la masacre en la frontera de Melilla, donde hubo 37 muertos según las ONG y decenas de heridos y donde se produjeron las ilegales devoluciones ‘en caliente’ desde España. Esta misma semana, 33 detenidos por las fuerzas de seguridad marroquíes en este salto desde Nador han sido condenados a 11 meses de cárcel. Casi todos son sudaneses, huidos de una guerra de la que se habla muy poco.

Prácticamente ninguna mujer migrante trata de dar un salto a la verja que separa ambos mundos, aunque si se arriesgan en el mar. Hawa Sanoh, de Guinea Konakry, tiene 24 años. Lo intentó estando embarazada de su primer hijo por la ruta de Tánger y luego por El Aaiún, Sáhara Occidental. “Pero mientras esperaba la salida, veía que muchos amigos morían en el mar y no tuve la valentía de ir por el agua. En El Aaiún  la policía nos quitaba las cosas, a muchos nos llevaban a Agadir, así que me vine aquí. A veces pienso que sería mejor retornar, aquí no hago nada, nos agreden e insultan, pero hay un buen hospital, aunque acceder no es fácil”. “Otras veces sueño con ir a Europa”.

Para muchas, el camino ha finalizado en Rabat, o así lo siente Brigitte Makwiza, de 52 años y afincada en Marruecos desde hace más de una década. “A mi me casaron con 19 años en Congo y a los 22 ya tenía dos hijos. Mi esposo no me dejaba trabajar. Quería que estuviera en casa y tuviera hijos. Y me fui. Vine por Mauritania. Aquí aprendí a coser y me he comprado una máquina. Ahora tengo mucho trabajo, sueño con abrir un taller y contratar a más gente” , declara contenta de haber logrado dar un giro a su vida, aunque con la mirada rota por estar alejada de sus hijos, que dejó con la madre del esposo.

Los testimonios de las mujeres subsaharianas no sorprendieron a ninguna de las voluntarias de Alianza  durante su estancia en Rabat. Chaimae Tahiri, de 19 años y de origen marroquí, ha sido una de ellas. “En este viaje me ha impactado ver cómo los problemas que las migrantes tenemos en España y los que ellas tienen allí son muy similares. Es visible que mi país se está occidentalizando muy rápido, hasta el punto de que llevar pañuelo en la cabeza ya supone ser discriminada en los trabajos o el instituto. Pero si eres subsahariana, la situación es realmente dura y por ello es importante la ayuda que reciben”, relata a su vuelta.

El centro de la asociación Amal al que acuden las migrantes está en el barrio Takadoum, conocido en la capital como “el gueto africano”. Es un edificio cedido por el Gobierno marroquí para que las organizaciones sociales ofrezcan  servicios que no hay a nivel oficial. “Si no vinieran aquí a formarse durante unos meses y recibieran apoyo económico, muchos de sus hijos e hijas no habrían sido escolarizados y ellas estarían en casa cuidándolos. Lo malo es que no tienen papeles para poder trabajar legalmente, ni posibilidad de tenerlos”, asegura Vianney Hidalgo Jiménez, también colaboradora de Alianza, además de abogada especializada en derechos humanos.

En el centro se les ofrece formación en pastelería, cocina, hostelería o el aprendizaje del árabe, tras lo cual obtienen un diploma oficial que certifica su título. La cuestión, señala Vianney, es que la Ley 02-03, del año 2003 impone unos requisitos para legalizar la situación de las personas migrantes y obtener un trabajo en Marruecos que es incluso más estricto que el que tenemos al otro lado del Estrecho. “Les resulta casi imposible conseguir un empleo pese a llevar años residiendo y estar formadas y tampoco pueden crear sus empresas. Lo positivo es que aprendiendo un oficio se empoderan. Algunas reconocen que sus familias las presionan para que vuelvan a sus países de origen y, si lo hacen, al menos lo harán con un título que las empodera”, argumenta.

Con este panorama, su salida laboral, una vez acabada la formación, suele ser la economía informal, es decir, vender en las calles sus productos, una actividad menos perseguida en la orilla africana que en la europea. “Se enfrentan a la lucha por sacar adelante sus familias en soledad –señala Liberia- y en un entorno social cada vez más racista, que también se intenta cambiar desde este proyecto. Marruecos era antes un lugar de tránsito a Europa, pero ahora muchas se quedan pese a que les será muy complicado tener sus papeles porque no existe el reconocimiento de arraigo social como en España, al menos mientras no cambie la ley”.

Vianney coincide con su compañera Liberia:  “Si algo he aprendido en este viaje es que casi es igual ser migrante en España que en Marruecos. Las dificultades son similares porque el problema es estructural, fruto un sistema en el que nos negamos a abrir la puerta a personas trabajadoras extranjeras. Y eso es algo que no cambia con un gobierno u otro si no hay interés. Menos mal que hay personas que intentan cambiar las cosas”.

 

*** Puedes ver el vídeo "De corazón a corazón":  aquí 

¡Comparte este contenido en redes!

300x300 diario responsable
 
CURSO: Experto en Responsabilidad Social Corporativa y Gestión Sostenible
 
Advertisement
Este sitio utiliza cookies de terceros para medir y mejorar su experiencia.
Tu decides si las aceptas o rechazas:
Más información sobre Cookies