Este poco conocido Acuerdo de Escazú se comenzó a negociar en 2014 en la Cumbre Rio+20 y se adoptó en un encuentro auspiciado por la ONU en Costa Rica en 2018. Lo firmaron entonces 24 países de esa región, cuyos representantes entendieron que había que proteger los territorios campesinos porque aumentan los grandes proyectos empresariales, a menudo con vínculos con grandes transnacionales, sin informar ni consultar a los afectados, ni más respuesta a las demandas de sus líderes que perseguirles, acosarles, encarcelarles, cuando no matarles. El texto firmado en Escazú (Costa Rica) era necesario porque, como recuerda la ONG Alianza por la Solidaridad este Día de la Tierra, solamente en 2020 fueron asesinadas, al menos, 331 personas defensoras de derechos en el mundo y el 69% estaban implicadas en la defensa de la tierra y los recursos naturales. De ellas, 44 fueron mujeres.
La cuestión es que el Acuerdo había que ratificarlo y es ahí donde se complica el proceso. Sólo tras campañas sociales importantes en México y Argentina se ha conseguido que sus parlamentos lo hicieran, pero no ha sido así, de momento, en Colombia, Brasil, Guatemala, Honduras, Venezuela, El Salvador… Ni siquiera en Costa Rica, que es donde se le dio en 2018 el espaldarazo. Aducen las fuerzas del poder en estos lugares que informar y hacer participar a las comunidades, evitar que maten a sus representantes y proteger su medio ambiente va contra el desarrollo económico y vulnera la soberanía nacional.
Todo parece indicar que la vida de los 177 líderes asesinados en Colombia en 2020 y los 47 que ya hay que sumar este año 2021, según Indepaz, no figuran; tampoco la vida de líderes como el guatemalteco Bernardo Caal ,encarcelado desde hace tres largos y penosos años, ni la de los indígenas amazónicos que no la pierden por defeder los bosques (uno cada dos días, según denuncia la COICA amazónica). Y no olvidemos a los 39 líderes también asesinados en Honduras desde el crimen contra Berta Cáceres hace cinco años.
En el Acuerdo de Escazú se trata de dar seguridad jurídica y social, al menos con garantías oficiales, a quienes no pueden acudir a abogados, ni a seguros, ni a ayudas públicas que compensen las pérdidas por una hidroeléctrica, minera o plantación de palma africana o de caña de azúcar que acaban por echarles de sus tierras y contaminar sus ríos.
Nada de ello es nuevo, a decir verdad. Está claro que hace mucho tiempo que en el norte vivimos de las rentas del sur, aunque ahora esa situación se agrava con el cambio climático. Un reciente estudio científico, publicado en la revista Nature, destacaba que en América Latina y Caribe la producción agrícola es hasta un 26% menos en los últimos 50 años debido al cambio climático.
Alianza por la Solidaridad-Action Aid hace décadas que trabaja por el desarrollo sostenible en ese continente y comprueba como cada vez más recursos van a paliar los impactos de desastres climáticos, a la vez que aumenta esa persecución a defensores y defensoras de la tierra. Ahora, la globalización llega a rincones que lograban quedarse en los márgenes del expolio, territorios hacia donde fueron desplazados minorías y pueblos indígenas en siglos anteriores. En teoría tienen sus derechos protegidos en el Convenio 169 de la OIT, pero también hay comunidades campesinas que no están adscritas oficialmente a un grupo étnico. ¿Y qué decir de aquellas comunidades a las que se les niega su origen? Me encontré un caso así viajando con Alianza: descendientes del pueblo Xinca de Guatemala no tenían derecho a acogerse al Convenio de la OIT porque no se les reconocía como indígenas al protestar contra una minera. Tuvieron que demostrar que eran indígenas acudiendo a un conocido catedrático en Antropología.
Alianza recuerda los países que han firmado este nuevo tratado que hoy entra en vigor (Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Panamá, Uruguay, Antigua y Barbuda, Guyana, Saint Kitts y Nevis, San Vicente y las Granadinas, Bahamas, México y Argentina) y sorprende ver que no están los que tienen más conflictos ambientales. Desde luego es responsabilidad de los gobiernos de esa región, pero la organización mantiene que también hay una responsabilidad en la Unión Europea y en España, donde vivimos casi medio año de las ‘rentas ambientales’ de lugares ajenos.
Defiende por ello que los gobiernos del norte se involucren en la puesta en marcha de instrumentos como este Acuerdo de Escazú, exigiendo su cumplimiento en los acuerdos comerciales firmados con países no comunitarios, en este caso de Latinoamérica y el Caribe, y favoreciendo y promoviendo inversiones privadas donde si se haya ratificado. Si las presiones forman parte del juego diplomático en muchos asuntos, los más de índole económico, ¿por qué no en la defensa de los derechos humanos de quienes defienden los recursos naturales?