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Leo en el periódico que la crisis ha reforzado el papel del mercado y el valor en Bolsa de Facebook, Amazon, Apple, Netflix y Google. Hasta tal punto que, como escribe Miguel A. García Vega en El País (26 de julio de 2020), “si sumamos el valor bursátil de todas, el resultado supera los cinco billones de dólares. El PIB de Alemania -la cuarta economía del planeta- es de 3.96 billones y España roza 1.42 billones. No son empresas, son Estados; son, para muchos, un profundo problema”.

El desarrollo de las multinacionales en solo veinte años ha sido impresionante. Con datos del año 2000, UNTACD, el Organismo de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo, publicó en 2002 un estudio con el sugestivo título “Are transnational bigger than countries?”. La conclusión era rotunda: de las cien primeras economías mundiales, veintinueve eran multinacionales. Previsiones de estudios parecidos nos indicaban que, hacia 2010, más de la mitad de las cien primeras economías del mundo serian empresas, “transnational corporations”. La previsión se quedó corta entonces y, hoy, en 2020, casi un 70 por ciento de las mayores economías del mundo son multinacionales y los Estados pierden peso y presencia en los rankings.

Más allá de su valoración científica, los estudios sobre las empresas y las mayores economías mundiales nos aportan una clara idea de la magnitud e importancia de las multinacionales y del sesgo que, día a día, adquiere la actividad empresarial. Sin ninguna duda, como escribió Jordi Canals, el papel de las empresas se afianza como una de las principales instituciones sociales del siglo XXI, no solo como mecanismo de creación de riqueza, sino como un agente de cambio, un pozo de conocimiento y un motor de innovación. La empresa muta cada día y, en consecuencia, su compromiso y su posición ante la sociedad debe adaptarse a las nuevas exigencias, porque su nuevo funcionamiento (su nuevo rol) resulta esencial para el bienestar y el progreso de la Sociedad. Sin dañar, naturalmente, a consumidores y competencia, y la recientdese comparecencia de los CEO de Apple, Amazon, Google y Facebook ante el Congreso  norteamericano responde a esa creciente preocupación.

Villafañe&Asociados publicó en mayo un revelador estudio sobre el papel de los CEO en esta crisis que parece eternizarse. Los expertos que participaron en el panel de valoración alabaron mayoritariamente el comportamiento de los líderes empresariales en esta pandemia, tanto en la forma como en el fondo de sus acciones, destacando especialmente el hecho de que han sabido transmitir confianza y seguridad, dejando a un lado la competitividad y trasladando el mensaje de un actuar común frente a la crisis; por contra, el reproche colectivo a los políticos es mayoritario por anteponer sus intereses partidarios a una solución común que, mas allá de ideologías, refuerce la necesaria reconstrucción económica y social postpandemia. Podemos afirmar, salvo excepciones, que los lideres empresariales han sido sensibles a las exigencias de la Sociedad en momentos tan difíciles y han tendido puentes, sabedores de que el puente, como nos enseñó Juan Ramón Jiménez, es el lugar desde donde parten todos los caminos.

El coronavirus nos va a traer un estilo de liderazgo más humano, resume el informe: “una forma de gestión que mirará hacia el interior de las organizaciones para transformarlas, pero que también se hará más visible porque la sociedad demandará a las empresas soluciones de índole social, más allá de las obligaciones implícitas de las Administraciones Públicas, así como un dialogo multistakeholder que obligará a una mayor presencia pública”.

Las empresas, con independencia de su tamaño, son agentes productivos, parte nuclear de nuestro entorno y pilares esenciales del desarrollo social y económico. Hoy tienen más poder que nunca y, por tanto, la obligación de asumir su cuota parte de responsabilidad, dando respuesta sin excusa a las preocupaciones que inquietan a los ciudadanos, más en tiempos de pandemia. En definitiva, la empresa (y la institución, tanto da) es un proyecto común hecho entre personas que persigue determinados objetivos (producir bienes y prestar servicios, que es su finalidad esencial) con algunas exigencias básicas: dar resultados, crear empleo, ser eficiente, innovadora y competitiva, y conseguir que la desigualdad no se instale en su seno. Esa es hoy, más que nunca, la función social de la empresa y la tarea ineludible de sus dirigentes que tanto hemos demandado algunos. Compartir valores (no títulos valores) está en la propia esencia de la ética cívica que debe ser una ética de los ciudadanos y de la llamada “nueva normalidad”, además de una ética de mínimos: libertad, igualdad y fraternidad, como valores supremos consagrados en todas las declaraciones de los derechos del hombre.

Recordarlo es aprender, como Platón dejó escrito.

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