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Ahora, en el sosiego y silencio de la mañana, quería remontarme a la época en que los cuentos creaban historias. Vidas cotidianas transformándose en personajes extraordinarios.

Las princesas nacieron en los cuentos para que el amor salpicara sus hojas. Y los caballeros existieron para que alguien pudiera luchar contra los dragones que en ellos aparecían. Yo creo que las princesas existen pero que son aún más reales de lo que los narradores nos cuentan en sus relatos.  Están forjadas a base de sacrificio, de coraje, de generosidad, de ímpetu, de bondad, de generosidad, de amor y de una profunda humanidad. Como los líderes que dirigen las empresas.

También creo que los caballeros pueden derrocar al más horrible de los monstruos. La envidia, los prejuicios, la escupida doble moral y la incapacidad de ver el interior para fijarse únicamente en el exterior de los seres humanos. Un caballero es noble, leal, fiel, educado, resolutivo, valiente, seguro, discreto y protector. Como los seguidores lo son con su líder en una compañía.  Como los reinos en los cuentos de hadas.

Siempre pensé que existen lugares que pueden curar el alma, no por su belleza, ni espectacularidad, ni tan siquiera por su esplendor; simplemente, por esa armonía, serenidad, paz y tranquilidad que lo acompañan. Mi adorada, querida y venerada Gades es uno de ellos.

Y aquí es donde todo comenzó: en un reino llamado Gades, marcado por su estratégica situación militar y comercial, a caballo entre el océano Atlántico y el mar Mediterráneo. Uno de los lugares más importantes de Occidente, una civilización volcada al mar y al comercio. De ella partió Aníbal y Julio César le concedió el título de ‘Cívitas’, ciudad federada al Senado romano. La ciudad alcanzó una gran prosperidad en la época romana, se construyeron anfiteatros, acueductos y se convirtió en la segunda ciudad más poblada del Imperio durante un breve período.

Durante esta época vivían en la ciudad más de quinientos équites -casta de ciudadanos notables-, rivalizando con Padua y la misma Roma. En este entorno creció Fausto, un niño moreno con enormes ojos claros como los del color del mar; reflejo del océano: travieso y con enormes inquietudes. Esta es su historia, un relato salpicado de sueños y fortalezas.

Su historia comienza cuando Fausto tenía nueve años. El imberbe tenía tres sueños: ser caballero, ser príncipe y ser rey. El trabajo de herrero de su padre y sus continuos traslados le impedían seguir su formación con normalidad. Ahí, se dio cuenta cual sería la primera de sus fortalezas: la CONSTANCIA. Los años transcurrieron y el niño consiguió llegar a su primer curso de caballerizas. Desde ese mismo instante, supo que en el futuro se quería dedicar a eso. Los años fueron pasando, pero debido a su corto linaje, la oportunidad no llegaba. Descubrió entonces cuál sería la segunda de sus fortalezas: la PACIENCIA. Siguió esforzándose y sirviendo a la nobleza con entrega, coraje y pasión.

Así, en una batalla por tierras mozárabes, defendió a su majestad en inferioridad, descubriendo otra de sus fortalezas: la VALENTÍA. No solo consiguió la atención del consejero del Rey, sino también de la hija de este: la futura reina de Gades, Ofelia.

Su inquietud no cesaba. Y, convencido a lograr su tercer sueño, se atrevió a fijar su atención y dedicación en la princesa Ofelia. Ella, poco a poco, fue enamorándose de Fausto. Tres años más tarde, contrajeron matrimonio ante la atenta mirada del Rey.  Ahí apareció la última de sus fortalezas: el SERVICIO A LOS DEMÁS. Su dedicación ante Su Majestad fue tal que estuvo en varias ocasiones de perder la vida por él.

Tras una larga enfermedad, el Rey pereció en su lecho. Las fiebres se lo llevaron un invierno tras un brote de tuberculosis. Ofelia dejó de ser princesa para ostentar el reinado de Gades. Y Fausto consiguió el tercero de sus sueños, ser rey consorte.  Un individuo normal y ordinario, alejado totalmente del poder, se había ganado el derecho de reinar para y por el pueblo. Sus fortalezas hicieron que superara sus límites. Ofelia y Fausto sirvieron a sus gentes y vivieron felices en el reino de Gades.

Esta podría ser un cuento más perdido en los márgenes de la historia; pero debería servir para tomar conciencia de que, si alguien quiere, puede. La moraleja: “QUERER ES PODER”. Las empresas no las forman las cuentas de resultados, sino las personas. El día que las grandes compañías olviden a los seres humanos que las hicieron posibles, será el mismo día que los niños dejen de creer en princesas, caballeros y dragones.  Si quieres servir a tu compañía, será mejor que escuches a tu gente. Y con ello, tu empresa se desarrollará, crecerá y evolucionará.

Y este es el hermoso cuento de reyes, princesas y caballeros que deberían inspirar a otros que desean construir empresas con responsabilidad social corporativa, donde los líderes del futuro atiendan las necesidades de sus equipos y no sus vacuos intereses personales.

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