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A raíz del XXII Congreso de EBEN-España, que la Cátedra ETHOS de la Universidad Ramon Llull organiza bajo el título “Ética, Emociones  y Economía: la gestión actual de las organizaciones”, me gustaría reflexionar sobre la necesidad de una ética mínima en el desarrollo de las organizaciones. Se entiende por ésta un conjunto de normas básicas que los componentes de la organización reconocen como los mínimos exigibles para garantizar la convivencia pacífica y el desarrollo de los fines de una organización.

 

Durante los últimos treinta años, en distintas organizaciones se han desarrollado códigos de ética, criterios de acción, guías de buenas prácticas cuyo fin consistía en establecer los mínimos morales exigibles a todos los agentes de una organización. En el mejor de los casos, estos textos han sido articulados por consenso y con la participación activa de todos los grupos de interés implicados en el buen funcionamiento de una organización.

En el presente, es necesario dar un salto cualitativo en las organizaciones y plantear a todos los agentes una ética de máximos. El propósito de esta ética no consiste en identificar los mínimos morales, los principios exigibles a todos (no maleficencia, beneficencia, autonomía, justicia), sino identificar los referentes de excelencia, las calidades intangibles o virtudes que debe tener todo profesional para alcanzar la excelencia. Este paso requiere audacia, compromiso, sentido del riesgo y, además, la complicidad de todos los agentes de una organización.

La ética de máximos es verdaderamente la única que puede garantizar la calidad que todas las organizaciones desean ofrecer a sus destinatarios. Para ello, no basta con cumplir con unos principios básicos, no basta con aceptar los mínimos morales exigibles. Para ello, es fundamental la práctica y el cultivo de virtudes, de hábitos perfectivos, cuya repetición mejora ostensiblemente el trato con el destinatario y con los otros profesionales.

La ética de las virtudes, que está experimentado un desarrollo trascendental en el mundo cultural angloamericano, identifica aquel conjunto de comportamientos que cuando se dan en un profesional, tienen consecuencias directas en su buena praxis.

La calidad, -es bueno recordarlo-, no depende únicamente de las inversiones en recursos materiales, en infraestructuras y en tecnología del última generación. Depende, esencialmente, de la calidad de las personas que colaboran en una organización, de cómo desarrollan su labor y de qué fuerza interior impulsa sus actos.

Contra lo que pudiere parecer, la ética de las virtudes tiene plena cabida en un mundo secular, plural y laico. Prueba de ello son los tratados de virtudes que se publican en tantos países europeos desde enfoques filosóficos y espirituales muy dispares. 

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