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El voluntariado es una de las expresiones más nobles de compromiso ciudadano. Sin embargo, su creciente instrumentalización por parte de gobiernos y organizaciones sociales plantea una pregunta incómoda: ¿estamos fomentando solidaridad o encubriendo la precariedad del sistema?
Explotación disfrazada de trabajo voluntario

El voluntariado constituye uno de los pilares esenciales para construir una sociedad más justa, empática y solidaria. Cuando una persona decide donar su tiempo, habilidades y energía sin esperar una retribución económica, realiza un acto de compromiso profundo con el bienestar colectivo. Desde iniciativas de asistencia social hasta proyectos ambientales o culturales, la fuerza del voluntariado es una herramienta valiosa para promover transformaciones reales en nuestras comunidades.

No obstante, esta fuerza no siempre se emplea de forma ética ni transparente. En muchos casos, el voluntariado deja de ser un complemento ciudadano para convertirse en un parche institucional ante la falta de recursos, voluntad política o inversión estatal. Así, organizaciones sociales y administraciones públicas terminan delegando en voluntarios tareas que deberían ser asumidas por profesionales remunerados, especialmente en sectores clave como la salud, la educación o los cuidados.

Este uso inadecuado del voluntariado produce un doble perjuicio: por un lado, se devalúa el trabajo formal, precarizando servicios que requieren personal cualificado y estable; por otro, se instrumentaliza la buena voluntad de quienes se ofrecen a ayudar, convirtiendo su entrega en mano de obra gratuita y desprotegida.

No se trata de demonizar al voluntariado —al contrario, su rol sigue siendo esencial—, sino de cuestionar los contextos en los que se inserta. Hay instituciones y gobiernos que hacen un uso responsable y virtuoso de esta herramienta, apoyando a los voluntarios con formación, seguimiento y contención. Pero también existen prácticas dudosas en las que se abusa de su disponibilidad, se exige más de lo razonable o se los deja solos ante situaciones complejas.

La dependencia exclusiva de voluntarios, sin ofrecerles los recursos mínimos para desarrollar su labor con dignidad, lleva a la sobrecarga, la desmotivación e incluso el abandono. Esto perjudica tanto a quienes prestan el servicio como a las personas destinatarias de esas acciones.

Los gobiernos tienen la obligación de garantizar políticas públicas que reconozcan y valoren el papel del voluntariado, pero que no lo utilicen como excusa para reducir inversiones ni como sustituto de los servicios esenciales. Esto requiere marcos normativos claros, incentivos responsables y, sobre todo, una apuesta decidida por los profesionales que sostienen el día a día de las políticas públicas.

Repensar el lugar que ocupa hoy el voluntariado en nuestra sociedad es clave para preservar su verdadera esencia: un gesto espontáneo, solidario y complementario. Si permitimos que se convierta en una coartada para justificar recortes o ausencias del Estado, estaremos pervirtiendo su naturaleza y debilitando el tejido social que pretendemos fortalecer.

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