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Vivimos en un mundo donde el ruido de los resultados ahoga cualquier atisbo de reflexión. Las métricas, los balances y los objetivos trimestrales se han convertido en el lenguaje dominante de las organizaciones. Mientras tanto, el sentido, ese horizonte que da coherencia y alma, ha quedado relegado al margen. Nos obsesionamos con el qué y el cómo, pero olvidamos el porqué. Y sin un norte claro, cada acción corre el riesgo de convertirse en un movimiento vacío.
La brújula del sentido: cómo reencontrar el rumbo en tiempos de incertidumbre

Según el Edelman Trust Barometer 2025, más de la mitad de los españoles espera que las empresas “hagan lo correcto”. Sin embargo, la distancia entre lo que se promete y lo que realmente se hace erosiona la confianza, el activo más frágil y valioso con el que una organización puede contar. Ignorarlo equivale a caminar a ciegas hacia el colapso ético y reputacional.

El propósito corporativo se ha convertido en un mantra repetido hasta la saciedad en declaraciones de misión y códigos éticos cuidadosamente redactados. Ahora bien, confundir propósito con sentido ha generado un efecto corrosivo que podríamos denominar "superficialidad estratégica". El sentido no es un enunciado bonito ni un eslogan de marketing. Es un compromiso que se refleja en cada decisión, en cada acción y en cada interacción. Cuando la coherencia falla, los empleados lo perciben inmediatamente, los clientes lo experimentan en cada contacto, y la sociedad lo señala públicamente, afectando incluso a las organizaciones más sólidas.

Pensemos, por ejemplo, en  empresas que proclaman su compromiso con la sostenibilidad mientras mantienen cadenas de suministro que explotan recursos naturales de manera insostenible. O compañías tecnológicas que hablan de democratizar el acceso a la información mientras desarrollan algoritmos que perpetúan sesgos sociales. Estos no son fallos de comunicación; son síntomas de una desconexión fundamental entre propósito declarado y sentido real.

Esta brecha  se vuelve aún más peligrosa en un contexto donde la lógica circular del crecimiento por el crecimiento ha tomado control: “existimos para crecer, crecemos para seguir existiendo”. Así, quedamos atrapados en un ciclo tautológico que genera movimiento constante pero sin rumbo, y actividad frenética pero sin trascendencia. Hoy, las organizaciones se encuentran inmersas en lo que podemos llamar  "laberintos" -no problemas a resolver, sino condiciones estructurales a habitar con inteligencia-. El laberinto del sentido es uno de los más complejos: no tiene salida porque no es un asunto técnico, sino una tensión permanente entre eficiencia y significado.

Ante este escenario, resulta inevitable preguntarnos ¿lo que hacemos hoy importa, realmente, en el mundo que queremos mañana? Si la respuesta es incierta, el costo es elevado: estamos desperdiciando talento, recursos y tiempo en una escala sin precedentes.

A diferencia del propósito, el sentido no se declara: se practica día a día. No requiere discursos grandilocuentes, sino decisiones cotidianas que reflejen coherencia e integridad. Las empresas que logran mantener esta coherencia no solo comunican valores, sino que los encarnan en procesos y comportamientos tangibles.

Mantener viva la pregunta sobre el sentido resulta más valioso que ofrecer respuestas definitivas, porque es en esa búsqueda constante donde se forja la autenticidad organizacional. Las compañías  que consiguen alinear palabra, acción y visión no solo son las que sobreviven a crisis económicas o reputacionales; también inspiran a ecosistemas completos y transforman industrias.

El mayor desafío contemporáneo no es optimizar la eficiencia operativa -una  competencia ya  comoditizada por la tecnología-, sino recuperar la brújula del sentido. Sin ella, cualquier estrategia, por brillante que parezca, es un simulacro de éxito que puede colapsar ante la primera crisis sistémica. Pero con ella, la organización deja de ser un engranaje productivo para convertirse en un actor con alma, capaz de orientar sus pasos hacia un horizonte compartido que trascienda la inmediatez de los resultados trimestrales.

Asumir que los laberintos no tienen salida, sino que forman parte inherente del tiempo que nos toca vivir, es un paso esencial. En este sentido, lo importante no es negarlos, sino aprender a transitarlos con lucidez y responsabilidad, ya que solo así las organizaciones pueden generar la energía que verdaderamente impulsa la innovación. Al fin y al cabo, la verdadera medida de una empresa no reside en lo que declara en una campaña,  sino en la huella que deja en la capacidad de la humanidad para imaginar y construir futuros deseables. Esa es, en última instancia, la brújula que no podemos permitirnos olvidar.

 

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