Se trata de una práctica que, bajo la fachada de la “deportividad” y la “oportunidad única”, encubre una forma de explotación disfrazada. La Copa del Mundo no es un evento benéfico. No tiene como objetivo principal promover causas sociales, reducir desigualdades ni ofrecer beneficios directos a las comunidades locales. Se trata, en cambio, de una empresa comercial a gran escala, cuyos beneficios se concentran en manos de unos pocos, mientras que los costes —financieros, sociales e incluso medioambientales— suelen recaer sobre los países anfitriones y sus poblaciones. En este contexto, pedir voluntarios para desempeñar funciones esenciales, como el control de accesos, el apoyo logístico o la atención al público, parece un intento de reducir los costes operativos a expensas de trabajo no remunerado.
Los argumentos a favor del voluntariado en este tipo de eventos suelen centrarse en la “experiencia irrepetible” o en la posibilidad de “ser parte de la historia”. Sin embargo, estas promesas intangibles no compensan la falta de una retribución justa. Muchos voluntarios, movidos por su pasión por el fútbol o por el deseo de vivir el evento de cerca, acaban aceptando condiciones que, en otro contexto, se considerarían inaceptables. Trabajar durante muchas horas, a menudo bajo presión y sin remuneración, en beneficio de una organización que gana miles de millones, es un modelo que reproduce desigualdades y devalúa el valor del trabajo.
Además, las entradas para el Mundial de 2026 no estarán al alcance de la mayoría. Los precios elevados excluirán a una gran parte de los aficionados, especialmente a aquellos de clases trabajadoras, que a menudo son los mismos que se ofrecen como voluntarios con la esperanza de “participar” en el evento. Resulta paradójico que un torneo que se presenta como “del pueblo” dependa del trabajo gratuito de personas que, en muchos casos, ni siquiera pueden permitirse pagar por ver un solo partido.
Otro punto crítico es el impacto local. Las ciudades anfitrionas invierten fortunas en infraestructuras, seguridad y logística, a menudo utilizando fondos públicos. Mientras tanto, la FIFA y sus socios se reparten los beneficios, y los voluntarios —que podrían ser contratados como trabajadores formales con derechos— quedan reducidos a piezas de un engranaje que prioriza el lucro por encima de todo. La contratación de personal remunerado, con condiciones laborales dignas, no solo pondría en valor la fuerza de trabajo, sino que además impulsaría las economías locales, beneficiando a las comunidades que suelen cargar con el mayor peso de la organización del evento.
La Copa del Mundo debe ser una celebración del fútbol, pero también una oportunidad para promover la justicia y la equidad. La convocatoria de voluntarios, bajo el pretexto del compromiso cívico, constituye un error ético y económico. Es momento de cuestionar este modelo y de exigir que eventos de semejante magnitud reconozcan el valor del trabajo, ofreciendo condiciones justas y remuneradas a todas las personas involucradas. Después de todo, si la FIFA puede cobrar cientos de dólares por una entrada, sin duda puede —y debe— pagar a quienes hacen posible el evento.
Soy un defensor del voluntariado, pero no de su explotación.