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La movilidad eléctrica ha pasado de ser una promesa a consolidarse como uno de los principales pilares para la descarbonización y la construcción de ciudades del futuro. Su desarrollo no depende únicamente de la innovación tecnológica: requiere también transformaciones sociales, decisiones políticas valientes y una visión económica orientada al bien común.

En el ámbito social, nos enfrentamos a un desafío cultural: normalizar nuevas formas de desplazarnos, más sostenibles y conectadas con nuestro entorno. La transformación no pasa solo por fabricar más vehículos eléctricos, sino por facilitar su integración en la vida cotidiana de las personas. Eso implica acercar los puntos de recarga donde ya estamos: supermercados, espacios comerciales, restaurantes o zonas de ocio. Cuando la infraestructura acompaña los hábitos, el cambio deja de ser una obligación y empieza a formar parte natural de nuestras decisiones diarias.

Desde una perspectiva económica, los datos invitan al optimismo. Según cifras de la Asociación Empresarial para el Desarrollo e Impulso de la Movilidad Eléctrica (AEDIVE), España cerró el primer trimestre de 2025 con 43.559 puntos de recarga de acceso público operativos, lo que supone un incremento del 7,7% respecto al trimestre anterior y un aumento interanual del 35,2%. Este crecimiento refleja no solo la expansión de un sector estratégico, sino también el esfuerzo conjunto de empresas, administraciones y operadores por consolidar un modelo de movilidad que reduzca la huella de carbono y genere valor en el territorio.

El impacto de esta transformación ya se refleja en un descenso de las emisiones: según la Agencia Europea de Medio Ambiente, los coches eléctricos pueden reducir entre un 55 y un 60 por ciento las emisiones de CO₂ durante todo su ciclo de vida respecto a un vehículo de combustión. Aplicado a escala urbana, esto se traduce en ciudades más limpias, con mejoras directas en la salud pública y en la calidad del aire. Un ejemplo evidente es China, que lidera la transición con más de 20 millones de vehículos eléctricos en circulación y ciudades como Shenzhen, donde la totalidad de la flota de autobuses y taxis es eléctrica. Este tipo de decisiones políticas y urbanas han reducido significativamente los niveles de partículas contaminantes y sirven como referencia para Europa.

En el plano de la experiencia de usuario, la interoperabilidad se ha convertido en un eje esencial para asegurar un acceso fluido a la recarga. La posibilidad de utilizar cualquier punto de carga sin necesidad de múltiples aplicaciones o registros ya no es un detalle técnico: es una condición necesaria para democratizar la movilidad eléctrica. Algunas iniciativas recientes, como la integración en las aplicaciones de navegación GPS o los sistemas de pago mediante terminales físicos o códigos QR, avanzan en la buena dirección. Porque el progreso no siempre está en lo espectacular, sino en lo que simplifica.

La colaboración público-privada ha sido, y debe seguir siendo, una palanca clave para este avance. Las políticas que agilizan la instalación de puntos de recarga, incentivan el uso de vehículos eléctricos o refuerzan la confianza del usuario están demostrando que el cambio es posible cuando hay coherencia entre discurso, inversión y acción.

Hablar de descarbonización y del despliegue de la ‘movilidad verde’ es hablar de salud, de justicia intergeneracional y de modelo de país. Frente a la complejidad de los retos ambientales, la movilidad eléctrica ofrece una respuesta concreta, medible y transformadora. Solo hace falta seguir impulsando las condiciones para que esa respuesta llegue, sin excepción, a todos los rincones.

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Opinión#medioambiente2025

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