Si Rubiales hubiera sentido un poco de vergüenza nos hubiéramos ahorrado el espectáculo bochornoso de verle en el palco de autoridades alardeando de sus partes, subiendo a hombros a una de las jugadoras de la selección de fútbol, plantándole un beso en la boca a Jenni Hermoso o realizando el discurso ante la asamblea extraordinaria de la RFEF para justificar su falta de dimisión. Si hubiera activado su sentido de la vergüenza, nos hubiera evitado sentirla a otros muchos.
Es curioso como funciona esta emoción: la poca vergüenza de una sola persona logra movilizar la vergüenza de muchos y generar un repudio social sin precedentes. Si analizamos los titulares de las noticias aparecidas en medios de comunicación, nacionales e internacionales, sobre el comportamiento de Rubiales observaremos que la palabra “vergüenza” es una de las que más se repite.
Sin duda este sentimiento compartido, por muchas y muchos, ha sido el gran motor del movimiento que se ha desatado en nuestro país. Nunca tantas voces, tan diversas y con tanta fuerza han entonado el “basta ya”, “esto no se puede tolerar”, “estos comportamientos no solo no nos representan, sino que nos avergüenzan”. En el New York Times o el Toronto Star de Canadá, comparan el movimiento desatado bajo el lema #SeAcabó, hashtag usado por numerosos deportistas españoles para mostrar su rechazo ante el comportamiento del hoy ya ex-presidente de la RFEF, con el #MeToo.
Sin experimentar vergüenza es difícil ejercitar una responsabilidad social, una conciencia cívica, como apuntó el filósofo John Rawls. Es una emoción que ayuda a forjar un carácter ciudadano, personas que no solo saben lo que está mal, lo que es injusto y un abuso, sino que también lo sienten y rechazan como algo que hay que erradicar, tomando acción para no dejarlo pasar y restaurar el daño causado con ello.
Sin embargo, el mundo actual ha olvidado la vergüenza, por eso actúa impulsivamente, sin mirar atrás, sin remordimiento, incluso, alardea y se exhibe sin pudor. No nos turbamos, ni nos perturbamos por haber actuado mal, ni nos indignamos ante la desvergüenza de otros. Ha tenido que producirse un caso de abuso machista y de poder, como el de Rubiales, para que un país recupere el sentido de la vergüenza. Como dijo Victoria Camps:“es el contexto social el que enseña a tener vergüenza” y eso es lo que ha sucedido en España, gracias al movimiento feminista, que nos ha enseñado a sentir vergüenza ante comportamientos que atentan contra la dignidad de la mujer, el respecto a su libertad y su intimidad.
La vergüenza activa nuestra indignación, que es la que nos mueve a luchar y actuar. De la indignación nace la voluntad y determinación de resistirnos ante las barbaries, las injusticias, la dominación y los abusos, como relata Stéphane Hessel en su libro ¡Indignaos! Es el mejor despertador de la indiferencia, evita que miremos para otro lado ante los problemas de los demás y tomemos acción ante ellos como si fueran nuestros.
La indignación es un movimiento muy poderoso que se articula en torno a un motivo común. España se ha avergonzado e indignado ante el atropello a la dignidad de las mujeres que ha encarnado Rubiales frente a Jenni Hermoso. Los indignados se convierten en militantes de una causa, cuya fuerza es tan grande que no necesita un líder, porque la causa, el motivo es quien ejerce el liderazgo y conduce hacia el propósito común.
Han sido la vergüenza y la indignación quienes poco a poco han ido despertando a muchos de su indiferencia ante comportamientos machistas que antes consideraban “normales”, “que no son para tanto”, “que era exageraciones de las feministas” o “estaban sacados de contexto”. También a aquellos que pensaron “esta no es mi guerra”, “esto no va conmigo”, “no me afecta” o “pasará”. La fuerza de la indignación ha obligado a avergonzarse y posicionarse en contra de estos comportamientos a las empresas patrocinadoras de la selección de fútbol femenina, a muchos futbolistas y entrenadores del fútbol masculino, miembros de la RFEF, estamentos deportivos, periodistas, políticos, padres y personas de todo tipo, que probablemente antes nunca se habían manifestado con tanta claridad y vehemencia.
Los sinvergüenzas se caracterizan por actuar de espaldas a toda moral o ética, sin tener en cuenta como sus actos pueden afectar a los demás, no les importa nada, únicamente su propio beneficio. La nuestra es una sociedad con muchos desvergonzados, explicaba Victoria Camps hace años en El País. Tenemos tan poca vergüenza que personas que han estafado a miles de personas, luego publican un libro contándolo o protagonizan una película en Netflix hablando de ello y ganando cantidades desorbitadas. Miles de implicados en casos de corrupción se escudan en la falta de condena judicial para no asumir la responsabilidad de sus actos.
Nuestra sociedad necesita recuperar el valor de la vergüenza para que no se repitan casos como el de Rubiales y otros tantos abusos. Para acabar con lacras sociales como la violencia de género, la corrupción, la explotación sexual de mujeres es necesario que los autores de estos comportamientos sientan vergüenza, que toda una sociedad se la haga sentir.
Joan-Carles Mélich aboga, en su libro “La fragilidad del mundo”, por una “ética de la vergüenza” que nos ayude a acabar con nuestra arrogancia frente al mundo, que nos hace creer que somos dueños de él y, por tanto, podemos disponer a nuestro antojo del mismo. Ese mismo mal padecen muchos hombres machistas que creen que pueden disponer de las mujeres, que pueden levantarlas en brazos, mirarlas lascivamente, tocarlas, besarlas, sin preguntarles y sin contar con su consentimiento.
España no solo ha alzado la voz y denunciado un abuso de poder, un comportamiento machista, un atentado contra la dignidad de una mujer, también lo ha hecho contra la desvergüenza de su autor, contra su prepotencia y su falta de ética.
El caso Rubiales ha logrado activar la vergüenza de muchos, que se han sentido indignados ante su comportamiento y la vergüenza de que los represente, que represente al fútbol español y al deporte. La sinvergüenza ha sido la causa de su pérdida de poder, a medida que iba creciendo el repudio social ante sus actos, iban decayendo sus apoyos, hasta sentir tan poco poder que se ha visto obligado a dimitir.
Activar la vergüenza puede convertirse en un gran aliado para comprometer a muchos en los cambios sociales que deseamos.