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 Una vez que el evento del Mundial ha concluido, cabe tomar cierta distancia respecto a lo que ha implicado y reflexionar en torno a su eje deportivo: el fútbol. Precisamente, en esta consideración honda y serena consiste lo filosófico. Ahora bien, esto no equivale a pensar acerca de todo lo que rodea al fútbol, en cuanto fenómeno multi-dimensional, ni a lo que lo mueve y es a su vez movido por él. No se pretende, aquí, analizar el fútbol en cuanto negocio, espectáculo, objeto de comunicación, hecho organizativo o socio-político, aunque estos aspectos le son, hoy, inseparables. Ya hay y habrá otros que comenten estos elementos.

 Lo que interesa, ahora, en estas líneas, consiste en “pensar el fútbol en sí mismo”. Se quiere tan solo meditar sobre la práctica del fútbol considerada en sí misma, o sea sobre lo que sucede a partir de ese instante en que el partido comienza y hasta que llega su término. No entraremos en lo que lo precede, acompaña y sigue. Examinaremos, exclusivamente, qué hacemos cuando jugamos al fútbol, qué implica este como actividad. Esto, en el sentido del fútbol a secas, del puro fútbol, del fútbol desnudo, sin aditivos ni adherencias de ningún tipo. En definitiva, más allá de las evidentes connotaciones que posee el hecho de su profesionalización o su mercantilización.

Algunos han menospreciado el fútbol, injustamente, categorizándolo como un asunto sin hondura, baladí, sin interés profundo. Incluso hay quienes llegan a juzgarlo un entretenimiento propio de gentes no muy cultivadas, ajenas a otros campos de mayor valor, como la cultura, la política, el Arte, etc. Por esto, muchas veces escuchamos severos juicios a propósito del fútbol, en los que se lo describe como algo ridículo, un pasatiempo absurdo en el que determinados sujetos, al fin y al cabo, se mueven simplemente en función del desplazamiento de un objeto esférico, que encarna a su verdadero protagonista. Sin embargo, esto constituye un craso reduccionismo.

 El protagonista del fútbol no se halla en la pelota en sí, sino en la relación que se crea entre los futbolistas y ella. Recalcamos esa acción concreta: la de “crear”. Así, el fútbol pone en tensión y desarrolla el conjunto de las facultades humanas y, muy en especial, la creatividad. El fútbol, entonces, no es enemigo del intelecto ni de la cultura, no representa un acto sinsentido. En efecto, aunque pueda extrañar a algunos, es importante captar que el acto mismo de practicar fútbol significa desarrollar la creatividad humana. En este caso, se trata de una creatividad no meramente teórica o especulativa, sino de una creatividad que se transforma en destreza y belleza sensibles, en el despliegue de un movimiento físico hábil, en un espacio y tiempo acotados, en parte como sucede con la danza.

Además, la creatividad del fútbol constituye una peculiar forma de inter-relacionar o vincularse con otros. Nadie juega solo al fútbol como tal, aunque pueda entrenar ciertas capacidades en solitario. Al fútbol jugamos siempre varias personas a la vez, y agrupados en dos equipos rivales. Nuestra creatividad se despliega así proyectándose no solo en el manejo individual del balón, sino en el establecimiento de lazos fructíferos de inter-acción con nuestros compañeros. He aquí una creatividad compartida. Ni el más habilidoso practica propiamente el fútbol si no enlaza su desempeño con el de los demás, si no toma en cuenta a sus colegas o al equipo adversario. La unión fecunda, el trenzar o el hilvanar la jugada, imaginativamente, reclama del entretejer la propia creatividad con la ajena. Esta costura de las creatividades recíprocas es lo que convierte al fútbol en un arte deportivo de equipo.

Por otro lado, la creatividad del grupo, la creatividad simultánea de los miembros del equipo, implica una sabiduría práctica: la de la coordinación mutua. No jugamos separados, como en una burbuja, aislados, sino que debemos hallar siempre nuevas oportunidades y formas de conectar con los compañeros. Hay en esto una inteligencia nada común, la inteligencia de la armonía, de la sincronización con el otro. A esta se une el talento de la previsión y de la anticipación, respecto del contrario, al que hay que sorprender, como enseñó Sun Tzú a propósito del arte de la guerra.

 El filósofo López Quintás se refiere, además, a dos formas de creatividad muy hondas presentes en el fútbol. Una es la de engendrar un ámbito o atmósfera conjuntos de juego. Al jugar, generamos todo un campo lúdico, un campo no material sino de sentido, en el que obedecemos ciertas claves que hacen posible la instauración de un dinamismo característico: el encuentro. Este encuentro futbolístico representa un encuentro no solo simbólico, sino una forma de unión con los otros, un compartir el espacio-tiempo, el terreno lúdico de un jugar en comunidad.

 Para que pueda acontecer, el fútbol requiere, primero, por lo tanto, que se dé el juego; nos referimos a su ser en sí, el de un juego deportivo, con independencia de cuanto lo cerca después. Para tener lugar, para que se realice el fútbol, el momento del partido, alguien tiene necesariamente que jugarlo. Por esto, el verbo inicial del fútbol, en las más diversas lenguas, es “jugar”. En español, en inglés (“to play”), en francés (“jouer”), en alemán (“spiel”). En todas estas lenguas, al fútbol se “juega”. Mas, jugar representa una actividad crucial, esencial. Nietzsche llegó a decir que el humano solo es auténticamente humano cuando juega, y que todo lo relevante o serio comienza precisamente por el juego.

El fútbol posee un lado estético e incluso, en sus más granadas manifestaciones, un eco de lo artístico. De hecho, el mismo verbo al que se lo asocia –“jugar” -se emplea también para la interpretación musical. En inglés se dice “to play” para tocar un instrumento, en alemán “spiel”, etc. Ello indica que existen en esto creatividad y arte, interacción original e innovadora entre la persona y su actividad.

 Por descontado, sin seguir mínimamente algunas reglas, no hay fútbol. Para que afirmemos que dos equipos juegan al fútbol hay ciertos tipos de pautas y de acciones mínimas que estos deben acatar y realizar, y otros que no. El fútbol integra, así, lo ético implícitamente, existe un nivel básico de respeto sin el que no se puede jugar a él, aunque luego quepan muy diversas actitudes en su seno, mejores o peores moralmente. Por otro lado, jugar al fútbol no consiste en un diletante entretenerse. Jugar comporta atenerse a esas normas compartidas e interactuar gracias a ellas, de manera que a su través configuramos un todo, una unidad de significado, que llamamos “el partido”. Cada partido de fútbol resulta semejante, por ello, a otros, en parte; pero, a la par, muy diferente, distinto, original. Esto, dado que lo creamos nuevo cada vez. Durante el mismo, los jugadores responden no a un mero interés externo, que los controla, sino que se dejan embargar por la dinámica propia del juego, que los arrastra y envuelve. Jueguen por un motivo interno u otro, al jugar les mueve también el propio juego, con sus leyes, sus situaciones cambiantes, su ritmo, su vitalidad.

Concluimos insistiendo acerca de la creatividad del fútbol en su alcance ético, ya que esta resulta crucial. A este respecto, el fútbol hoy ofrece sin duda fecundos cauces para la unidad y comunicación entre seres humanos muy diversos. Baste como sencillo botón de muestra la imagen de una comida junto a inmigrantes, vivida con los hermanos salesianos en Burgos, en la que el fútbol se transformó en el nexo común que permitió la confraternización. El fútbol constituye, a menudo, un cierto lenguaje universal.

Tampoco olvidamos las argucias o estratagemas de la astucia, ni incluso las trampas, que se dan en su curso. Pero, también, deben recordarse el entrenarse con denuedo, el espíritu de sacrificio, el trabajo colectivo por el bien del conjunto, la deportividad y la humildad del banquillo, el saber ganar y perder. Todas estas realidades existen en lo futbolístico, y le son necesarias. El fútbol puede, por esto, ayudar a crecer en valores. Innumerables escuelas de fútbol, en el mundo entero, incluso en lugares devastados por la miseria o los conflictos, forman en el esfuerzo, la generosidad, la sana competitividad, la colaboración, el respeto mutuo y la responsabilidad. Esperemos, en fin, que continúen haciéndolo e incluso ahonden en ello.

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