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Una llamada ética en los rostros de la guerra

No alertan estas líneas de un desequilibrio irreversible, en la geo-estrategia global, ocasionado por la invasión de Ucrania.  Ni siquiera reivindican la restauración de la justicia del Derecho internacional, tan exigua y frágil. Tampoco analizan el tenebroso horizonte que sobreviene al mundo, tras ello. Su objeto es mucho más sencillo y, a la par, más vehemente: realizar una llamada humanitaria, ética. 

Siempre cabe el que alguien se pierda en los complejos vericuetos de las matizaciones y las excusas, propuestas frente a cualquier suceso histórico, aunque este resulte cruento. Pero, cuando el rostro del otro aparece ante nuestros ojos, desnudo e inerme, en su vulnerabilidad más extrema, no puede negarse su apelación directa y las estrategias del más hábil de los manipuladores se tambalean[1].

Las pantallas del planeta entero han mostrado las oleadas de cientos de miles de civiles ucranianos en su huida del terror, los muertos y heridos causados por la invasión, la devastación de las ciudades. Son un hecho, descarnado y desproporcionado, que toma la forma inobjetable de sus rostros sufrientes, a semejanza de los gemidos de los niños dentro de esos improvisados refugios anti-aéreos que los marcarán de un modo indeleble.

En casos como el presente, nuestra conciencia no se acalla con meditaciones histórico-políticas, acerca de la evolución de las interacciones entre los Estados y sus alianzas recíprocas. Las miradas, desoladas y acusatorias, de los más débiles, rasgan estos velos. Lévinas enseñó que, en el rostro desnudo del otro, en su menesterosidad, late una llamada inextinguible y, de algún modo, insobornable, que nadie logra apagar. Este pensador afirmó que, precisamente, en esa llamada se revela lo más humano de lo humano, la humanidad misma[2]. Así, dicho reclamo constituye una solicitud, un grito de auxilio al que no tiene sentido oponer los grandilocuentes e impersonales discursos geoestratégicos.

¿Cuál es la razón de que esa vocación no se silencie, en nadie que se muestre como auténticamente humano, por muchas interpretaciones y reinterpretaciones que se realicen? Sin duda, la causa de ello reside en que esta voz se pronuncia de una manera plenamente personal. Es una voz de alguien dirigida a alguien, no un sonido anónimo que alcanza a una masa o conglomerado. Esa voz nos interpela a cada cual, en concreto, con nuestro propio nombre y apellidos, por encima de nuestras ideas y filiaciones, de nuestra historia y situación: es la voz de nuestro hermano, el sujeto humano que, afligido, atemorizado, amenazado, clama hacia nuestra interioridad en busca de eco, conmoción, repuesta.

Esta llamada representa, así, la voz misma de lo humano, la raíz de todo humanitarismo ulterior. Ella nos alcanza siempre en una forma precisa y exigente: la interrogación, la pregunta no esquivable. Se transforma, en cuanto llega a nuestras entrañas, en una cuestión frontal e inevitable: ¿Eres un tú fraterno –un prójimo, en cuanto próximo (según el personalista lenguaje de Carlos Díaz[3])-, un hermano ante mi rostro?, ¿mi dolor y fragilidad resuenan dentro de ti? O, por el contrario, en cambio: ¿Consiste, quizás, tu ser en una pura indiferencia, en una sorda indolencia, ante el mío?

Europa vive, ahora, en su adentro más hondo, no solo en su tierra, una vocación ética urgente. En el pasado, esa vocación tuvo otros rostros concretos, otras figuras, otras localizaciones geográficas y socio-culturales. Hoy, esta vocación transciende los límites europeos y se deja oír más allá de nuestro continente. Pero, ¿será escuchada con la profundidad que merece? ¿Con la solidaridad, el humanitarismo, la responsabilidad que exige?

No permitamos que intereses o estrategias silencien nuestro interior. De hecho, no podrán lograrlo del todo, aunque lo pretendamos. Despertemos y atendamos a esta apelación irrenunciable. No es otra que la herida ética, por expresarlo de nuevo en términos levinasianos[4], la herida de una sensibilidad en la que la vulnerabilidad del otro deja su lacerante huella. Quienes sufren las consecuencias de esta guerra, por encima de cálculos sobre la pertinencia de unas u otras intervenciones materiales, nos miran a los ojos y pronuncian sin cesar nuestro nombre, el de cada uno de nosotros. Al pronunciarlo, la cuestión ética primera se abre como un abismo insondable: ¿Eres tú mi hermano? ¿Soy yo, para ti, alguien que en realidad importa, una persona y no un objeto, un sujeto único e irrepetible, no una cifra más? ¿Reconoces en mí a un quién y no un mero qué, en palabras de Spaeman[5]? Y, entonces, ¿dónde están tu pan, tu brazo, tu abrigo, tu techo, tu acogida, tu protección, tu palabra de denuncia, tu justicia, tu indignación por mi dolor, tu humanidad vertida en hechos? En definitiva, ¿mi llamada, mi desesperación, mi desnudez, te afectan verdaderamente?

 No se juzguen estas palabras como demasiado genéricas y ambiguas. Es verdad que no se consagran a señalar con determinación a los verdugos, ni a desenmascarar sus crímenes. Pero el motivo radica en que su destino consiste en extender la llamada ética en todas direcciones, expandiendo el radio de acción de su bomba de valores. Esto, por cuanto, con Méndez, también aquí sostenemos la objetividad, la vocación de universalidad, presente en los valores éticos[6].

Nuestro texto no deriva de ningún afán exculpatorio, sino de lo opuesto: de la convicción de que lo ético ha de entenderse como una andanada que persigue alcanzar a toda y a cada conciencia humana, sin excepción. No se contenta con menos. Esto, aunque los autores y cómplices más directos deban cargar con una más pesada responsabilidad.

No hay nada menos vago que los rostros definidos de cada una de las víctimas de esta guerra. Pero no disponemos, en este lugar, de espacio suficiente para recordar, uno a uno, sus nombres. Lo enunciado consiste en mostrar que, a partir de ahora, el nombre que más cuenta es el de quien esto lea o sepa, el de todo aquel que se halle, de un modo u otro, ante los que sufren esta tragedia.  Nadie, en fin, debe evitar que se abra en su propio seno la cicatriz: la llaga ética del que, en cada humano, en cada rostro, hoy vulnerado, encuentra una deuda, una demanda de solicitud, sencillamente infinita.

 

-BIBLIOGRAFÍA:

Díaz, C. (2000). El libro de los valores personalistas comunitarios, Madrid: Ed. Mounier.

Lévinas, E. (1972). Humanisme de l´autre homme, Montpellier: Fata Morgana; traducción española: (1993), Humanismo del otro hombre, traducc. de G. González R.Arnáiz, Madrid: Caparrós.

Lévinas, E. (1991). Ética e infinito, Madrid: Ed. Antonio Machado.

López Quintás, A. (2015). La palabra manipulada, Madrid: Rialp.

Méndez, J. M. (2015). Introducción a la Axiología, Madrid: Última Línea.

Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la diferencia entre “algo” y “alguien”. Pamplona: Eunsa.

 

[1] López Quintás, A. (2015). La palabra manipulada, Madrid: Rialp.

[2] Lévinas, E. (1972). Humanisme de l´autre homme, Montpellier: Fata Morgana;

traducción española: (1993), Humanismo del otro hombre, traducc. de G. González

R.-A., Madrid: Caparrós.

[3] Díaz, C. (2000). El libro de los valores personalistas comunitarios, Madrid: Ed. Mounier.

[4] Lévinas, E. (1991). Ética e infinito, Madrid: Ed. Antonio Machado.

[5] Spaemann, R. (2000). Personas. Acerca de la diferencia entre “algo” y “alguien”. Pamplona: Eunsa.

[6] Méndez, J. M. (2015). Introducción a la Axiología, Madrid: Última Línea.

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