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La última vez

En 2012 se cumplen trescientos sesenta y cinco años de la publicación en Huesca, por vez primera, de El arte de la prudencia de Baltasar Gracián, un texto traducido a decenas de lenguas que atesora reconocimiento universal y que a lo largo de los siglos se convirtió́ en libro de cabecera para muchas personas que gozamos con su lectura y sus enseñanzas. Con el sugestivo título “Saber escuchar a quien sabe”, don Baltasar dice en uno de sus aforismos que “no se puede vivir sin entendimiento, propio o prestado; pero hay muchos que ignoran que no saben y otros que piensan que saben, no sabiendo. Los errores de la estupidez son irremediables, pues como los ignorantes no se tienen por tales, no buscan lo que les hace falta. Algunos serían sabios si no creyesen serlo. Por eso, aunque hay pocos oráculos de prudencia, viven ociosos porque nadie los consulta”. La reflexión es tan fresca, tan auténtica, que pareciera dirigirse a los actuales –los de antes se comportaban igual– políticos, personajes y dirigentes de cualesquiera índole que siempre parecen saberlo todo, tengan o no asesores bien remunerados con cargo a los dineros públicos. Escribe Rafael Vidal que nuestros políticos viven en una especie de burbuja a la que llaman sistema, y que la mayoría de los ciudadanos nos hemos quedado fuera. Por eso, cuando protestamos razonablemente por cualquier cosa nos llaman antisistema.

Seguimos estando muy lejos de una dura realidad que no hemos asumido/aceptado y que los mandamases no son capaces de explicarnos, empeñados como están en fabricar doctrinas económicas, practicar el recorte sin límites, buscar atajos y prometer caminos que nos deberían conducir sin demora a unos jardines del Edén que sólo existen en la fantasía de quienes nos gobiernan. Olvidan que, aunque parezca la medida de todas las cosas, el dinero no puede ser un fin en sí mismo ni va unido necesariamente a la inteligencia y el talento. Y, claro, en épocas duras como las que vivimos lo que sale perdiendo es la educación, que desgraciadamente se está convirtiendo en un privilegio. La educación no puede ser un instrumento para que los ciudadanos encajen a la fuerza en una sociedad diseñada desde el poder, sino un bien esencial para que los ciudadanos seamos libres en la Sociedad que hemos elegido para vivir, y para que desarrollemos en ella –en democracia con otros libres– la razón, la sociabilidad, la cultura y el trabajo decente. Los gobernantes, empeñados –como escribe el profesor José́ Miguel Moreno– en perpetuar la ignorancia sobre determinadas materias, están reduciendo la presencia y las posibilidades de los científicos, y alicortando la trayectoria de los investigadores a los que en España parecemos haber olvidado. Y lo están haciendo como si tal cosa, olvidando a las futuras generaciones, pero, eso sí, pensando en las próximas elecciones. De las universidades mejor no hablamos: su propia existencia/supervivencia algunas veces está en entredicho y, cuando menos, su futuro resulta incierto. ¿Dónde hemos dejado la conciencia crítica/ética de la universidad, y su propia función social? No nos damos cuenta, y los que deberían no se percatan, de que la educación es la fuerza espiritual de los pueblos. Si queremos progresar como personas y como país, deberíamos ser conscientes de que solo desde la cultura y el conocimiento nos transformamos en ciudadanos más justos, más libres y más humanos y, seguramente, también en mejores personas.

Cuento todo esto, y a propósito de los consejos de Gracián, porque analizando los últimos y diferentes índices publicados (lucha contra la corrupción, competitividad, innovación y prosperidad), es decir aquellos que marcan la tendencia del progreso y el desarrollo mundiales, hay seis o siete países que siempre aparecen entre los diez primeros de la lista. Son los que mejor lo hacen y los que menos se corrompen: Suiza, Suecia, Finlandia, Singapur, Holanda y Dinamarca, sin olvidar a Noruega. Si yo fuera político con mando, y que nadie lo quiera, trataría de curar la ceguera periférica que me impide ver más allá́ de mis narices, dejaría de mirarme el ombligo, alzaría mis ojos y procuraría aprender lo que hacen esos países punteros para seguir sus pasos y adaptar sus enseñanzas a nuestro propio escenario. Eso sí que es velar por los intereses generales. Pedir consejo, también lo cuenta Gracián, no disminuye ni la importancia ni la capacidad, sino que las acredita: al entrenarse con la razón se evita el ataque de la mala suerte, que es una excusa de los necios y de los incompetentes.

Nos estamos perdiendo el respeto a nosotros mismos, y pareciera que no le damos importancia. Estamos tolerando la imprudencia, el mal gusto, la falta de escrúpulos y el pisoteo inmisericorde de una tarea tan admirable como la de enseñar y aprender. Y no estaría mal que se lo recordemos a nuestros dirigentes, todos los días, a todas horas, incluso dándoles una segunda oportunidad. En la ciudad argentina de Tucumán, un grupo poético tuvo la feliz idea de escribir versos (nunca más de diez palabras) en las paredes de algunas calles. Una hermosa forma de acabar con los grafitis y, al tiempo, de reflexionar y sentir mientras se pasea o se disfruta del paisaje. Con generosidad, regalo uno a nuestros gerifaltes: “Esta es la última vez que te quiero, créeme”.

Nota.- Este artículo se publicó hace ya diez años y en 2022 -cuando se cumplen 375 años de la primera edición de “El arte de la prudencia”- mantiene su vigencia y el permanente homenaje a Gracián.

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