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La injusticia climática tiene rostro de mujer

La tan aclamada COP26 terminó y, si bien no acuerdo con quienes la tildan de un “fracaso total”, si creo que podría haber habido mayores definiciones. O al menos, acuerdos más contundentes para detener la guerra que hemos librado contra el planeta. Sin dudas, los líderes mundiales tendrán que volver a la mesa de negociaciones el próximo año en la COP27, que se realizará en Egipto, con planes mejorados para, en primer lugar, reducir los gases de efecto invernadero porque los objetivos propuestos en esta cumbre han sido ciertamente débiles para evitar niveles desastrosos de calentamiento global.

Podríamos recorrer cada uno de los puntos que se definieron en el documento final y encontrar aspectos que faltan, puntos que podrían mejorarse, o hasta incluso re hacerse. Pero una de las aristas más débiles es la escasa relevancia que se le otorgó, tanto en la discusión previa como en a las definiciones posteriores, a la desigualdad de género vinculada al cambio climático.

Diversas investigaciones lo muestran con claridad: el calentamiento global no es neutral en cuanto al género. Coincidiendo con la COP26, la ONG Acción Contra el Hambre publicó el informe “Cambio climático: Una crisis en ciernes”, en el cual compila un conjunto de investigaciones que analizan la relación del cambio climático y el hambre en los países más pobres y frágiles: desde las repercusiones en la producción de alimentos hasta el impacto en la igualdad de género y en la salud infantil, entre otras. El estudio hace hincapié en la desigualdad de género y su estrecho vínculo con la crisis medioambiental. Al respecto, explica que las mujeres, las niñas, los grupos marginados y las comunidades que viven en la pobreza se llevan la peor parte del cambio climático. Concretamente, las mujeres y niñas tienen 14 veces más probabilidades que los hombres de morir durante una catástrofe y suelen ser también las que corren mayor riesgo de desplazamiento. Sobre este último punto, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo estima que el 80% de las personas desplazadas por el clima son mujeres. Además, cuando la disminución de las cosechas conlleva una caída de los ingresos y escasez de alimentos, las mujeres y las niñas suelen ser las primeras en comer menos. La falta de derechos sobre la tierra deja a las mujeres sin poder intervenir sobre ella para satisfacer y adaptarse a las necesidades nutricionales, y a menudo las mujeres son excluidas de las decisiones sobre cómo superar los desafíos climáticos.

Retomando los datos proporcionados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo podemos visualizar la magnitud de esta problemática. Ocho de cada diez personas que se ven obligadas a desplazarse a causa de fenómenos climáticos extremos son mujeres. Es decir, que ser mujer en un mundo que destruye el medioambiente es mucho más peligroso que ser varón. Si bien es cierto que los países del sur global sufren de manera más fuerte los efectos del cambio climático y el precio del consumo desmedido de los países más ricos lo pagan los más pobres, el calentamiento global no entiende de fronteras sino más bien de género. Es evidente que analizado desde una mirada interseccional parafraseando a Kimberlee Crenshaw, no es lo mismo ser mujer pobre que mujer rica; empero, el problema está en ser mujer. La desigualdad lleva nuestro rostro.

Las mujeres son las principales afectadas por el cambio climático, pero también las que más iniciativas ponen en marcha para adaptarse a sus consecuencias. Producen más del 50% de los alimentos del mundo y hasta el 80% de los alimentos básicos en el Caribe y en el África Subsahariana, sin embargo, no son dueñas de las tierras que trabajan. Los movimientos indígenas lo dicen con claridad: “la tierra es de quien la trabaja” sin embargo, esto no se da en términos efectivos. En su gran mayoría, la titularidad de la tierra continúa en manos de los hombres y, por lo tanto, la toma de decisiones también.  

Nuestras sociedades capitalistas se han erigido de espaldas a las bases materiales que sostienen la vida. Una economía que prioriza el crecimiento económico desmedido y la acumulación sin límite ha declarado la guerra a los cuerpos y a los territorios. Ha declarado la guerra a la tierra y a la vida, la de las mujeres especialmente. Desde tiempos ancestrales, las mujeres en todas las latitudes han tenido una relación especial con la naturaleza. Su contribución al bienestar y al desarrollo sostenible de sus comunidades es enorme, así como al mantenimiento de los ecosistemas, la diversidad biológica y los recursos naturales del planeta.

Pero parece que los líderes de casi todos los países olvidaron estos datos al momento de sentarse a discutir sobre el futuro climático del mundo entero. Las mujeres llevan décadas poniendo en práctica estrategias de adaptación al cambio climático de manera continua pero también invisibilizada, tanto en sus hogares como a nivel comunitario. Y esto quedó invisibilizado también en la COP26. Si bien la Coalición de Acción sobre Acción Feminista por la Justicia Climática y el Plan de Acción de Género de la CMNUCC organizó una jornada especial para debatir sobre esto, lo cierto es que no se trata de hacer un solo panel marginal, sino por el contrario, hubiera sido necesario que la perspectiva de género permeara de manera transversal todas y cada una de las discusiones que tuvieron lugar en Glasgow.

Antes de que comenzase la pandemia, el último informe anual del Foro Económico Mundial sobre la brecha de género estimaba que la igualdad no se alcanzará hasta dentro de 100 años. Con lo cual, quienes estén leyendo este artículo ahora mismo no podrían estar para ver un mundo menos injusto ¿mucho tiempo no? Aunque los pronósticos no sean del todo alentadores asumo el desafío de creer que es posible construir otro mundo posible en el mediano y corto plazo. Comenzar por reconocer el impacto del cambio climático sobre las mujeres y pensar programas en función de ello es un buen primer paso.

En esta misma línea, la CEPAL recomienda acciones para avanzar en la integración de la perspectiva de género en los instrumentos de política pública, así como en las acciones de implementación frente al cambio climático, para que, como entes rectores y/o gestores de la implementación de las políticas públicas en favor de la igualdad de género y la autonomía de las mujeres, puedan involucrarse de manera más activa y ejercer un rol de liderazgo transformador en los procesos de respuesta relacionados con el cambio climático tanto en el ámbito nacional como internacional. Alcanzar el Acuerdo de Paris o los Objetivos de Desarrollo Sostenible será imposible sin incorporar la perspectiva de género. Aunque parezca obvio, quizás hay que recordarlo:  no dejar a nadie atrás implica también incluir a las mujeres. La COP27 tendrá un gran trabajo por hacer.

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