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Un monocultivo es un desierto alimentario. La frase no es mía, pero la escuché el mismo día que se presentaba la investigación realizada por Alianza por la Solidaridad-ActionAid sobre los impactos de la caña de azúcar en tres países de Centroamérica y Colombia, lugares todos ellos en una dramática situación social y económica. En el caso de Colombia, ahora en pleno estallido. El informe, en el que se han invertido muchos meses de trabajo en los territorios del otro lado del Atlántico, no deja lugar a dudas sobre la expansión de cultivos que generan gravísimos impactos ‘disfrazados’ de un desarrollo que no sabe de responsabilidad ambiental, ni social, ni tan siquiera legal en algunos casos.

En realidad, basta acercarse a un supermercado europeo – por tanto, también español-, y buscar la etiqueta de origen de nuestra comida para descubrir que las uvas son de Chile, los plátanos de Costa Rica o los aguacates de Perú. Pero el azúcar no es tan visible en los estantes aunque, según la FAO, junto a la carne y el aceite, es el producto cuya demanda mundial más aumenta y lo seguirá haciendo en los próximos años atrapado por el tirón de una alimentación que importa vitaminas y proteínas y exporta daños; también por sus utilidades para conseguir el etanol de un agrocumbustible que no se come. “Sin embargo, faltaba hacer una evaluación de lo que supone este producto en las comunidades campesinas y lo que vemos es que son impactos de todo tipo, desde afecciones a la salud humana al expolio del agua, la contaminación, la apropiación de tierras… Hemos hecho un diagnóstico completo de uno de tantos monocultivos que, en manos de pocas empresas, generan más pobreza en un contexto de cambio climático porque acaban con la biodiversidad y con los huertos familiares que garantizan la subsistencia”, señalaba Almudena Moreno, de la ONG, en el evento en el que  se dio a conocer la investigación.

Ciertamente, la caña es sólo uno más de los que transforman el mundo en ese desolador y uniforme paisaje alimentario. Esta misma semana, un estudio publicado en la prestigiosa revista Nature por investigadores de diversas universidades europeas, concluía que casi un tercio de la superficie terrestre global ha cambiado de uso entre 1960 y 2019, cuatro veces más de lo que se pensaba hasta ahora que había ocurrido.

El equipo coordinado por la noruega Karina Winkler indica que en estos 60 últimos años ha habido una pérdida neta global de superficie forestal de 0,8 millones de km2, mientras que las tierras de cultivo y los pastizales para ganado se han expandido en un millón de kms2 cada uno. Además, prueban que es un fenómeno que aumenta en el hemisferio sur mientras que disminuye en el del norte, donde están volviendo a crecer los bosques. Es evidente que alguien está pagando por ello  y alguien se enriquece por ello también: en España, según datos oficiales recientes, ya el 26% de las frutas y verduras nos llegan a América Latina, importaciones que aumentaron un 6% en 2020.

 “Esta expansión de los monocultivos no es gratuita; son un ejemplo de cómo funciona el capital y cómo se incorporan las dimensiones de múltiples despojos que amenazan el futuro de las comunidades campesinas e indígenas en nuestro países. Y son despojos de tierra, que provocan la hambrunas, y de bienes naturales como los bosques y del agua y de los ecosistemas y hasta del trabajo digno, porque no lo es en las fincas de la caña”, enumeraba Simona Yagenova, coautora del informe y miembro del Colectivo Madreselva de Guatemala.

El informe “Amargo negocio: la caña de azúcar. Desarrollo para quién”  -en el que han participado también las asociaciones Apadein de Nicaragua, ProVida y Asprode de El Salvador y Asom de Colombia-, encuentra que los impactos son comunes en los cuatro países, desde una explotación laboral que aquí llamaríamos esclavismo – pagan 5 euros de salario al día, sin contratos, sin estabilidad alguna- a la epidemia oculta de la insuficiencia renal crónica entre los empleados de las fincas cañeras, como consecuencia de los pesticidas y madurantes que se utilizan sin cortapisa, ya sea con medios manuales y aéreos.  

A ello se suma que, salvo en Colombia, se trata de países de escaso territorio donde los expulsados sin tierra vagan por caminos hacia el norte del continente en busca de una vida arrebatada. Salvadoreños, hondureños, guatemaltecos… Sin tierra y sin agua. En El Salvador, por ejemplo, el 53% del consumo de agua del país es para la gran agroindutria, entre ella la cañera, que precisa para cada hectárea 36 metros cúbicos de agua diarios. Si para ello hay que desviar ríos, bombear acuíferos y retener cauces, nadie lo impide, denuncian la autoras.

Todo ello en un contexto de cambio climático que está dejando bajo mínimos al llamado “corredor seco” centroamericano. Karen Ramínez, de la organización salvadoreña ProVida, lo decía sin tapujos: “En mi país se exporta azúcar, pero hay que importar alimentos básicos para la gente y pedir ayuda humanitaria cuando llega la sequía”. La también coautora Ana Celia Tercero (de Apadeim, Nicaragua) añadía el hándicap terrible que supone en esas circunstancias ser mujer, cuidadoras de familias que se sienten abandonas a su suerte.

Es evidente que la humanidad tiene que comer, y que somos muchos, pero no lo es que esa producción de alimentos siembre hambre y migración en territorios ajenos. El eurodiputado socialista Nicolás González Casares señalaba en el evento organizado por Alianza por la Solidaridad que “en la UE cada vez se exigen más estándares que tienen que ver con los derechos laborales y también con la biodiversidad y el cuidado ambiental en sus relaciones comerciales” y puso el ejemplo de la madera amazónica, aunque reconocía que será lento trasladar esos principios al sector alimentario. “Se trata de apoyar productor sostenible, pero sin afectar a quienes trabajan en los países de origen para no perjudicar más a las comunidades locales. La parte pesimista es que estos cambios serán llevarán tiempo, aunque se debe trabajar en ello”, reconocía.

Un buen principio, mencionaba Almudena Moreno, es aprobar la llamada “debida diligencia de las empresas con los derechos humanos y ambientales” en cualquier lugar del mundo, que debiera ser obligatoria, sancionable y denunciable judicialmente cuando una empresa no la cumpla, que tendría que tener papel protagonista en los acuerdos comerciales.  

A la espera de un cambio que tarda en llegar, desde el otro lado del Atlántico se reclama más presión internacional porque, como decía Simona, “las comunidades están solas, solas con las ONG y los académicos que las apoyan, pero sufren las agresiones y libran batallas desiguales frente a los poderosos. Sin presión desde  fuera, tal como están hoy, no pueden romper el cerco”.

Otro asunto es que sean las propias empresas euroepas la que no cumplen los estándares fuera de su territorio y relizan malas prácticas.

Para leer el informe completo: Aquí

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