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El medio rural, custodio de valores que hace ya tiempo se perdieron en las ciudades, puede reconocerse como fuente e inspiración en las diferentes propuestas de las economías transformadoras. En ocasiones más que eso. En esos casos no es más que lo que siempre se practicó en los pueblos, rescatado y presentado de nuevo para ser realidad en un nuevo modelo que abandone el sistema vigente.

Las concejalas eran los periodos que la gente del pueblo tenía al servicio del común, así les llamaban en un pueblo de Teruel. Todas las personas tenían que aportar al trabajo colectivo para que la comunidad pudiera mantener limpio el lavadero, los caminos transitables, la gestión de la leña para calentar las casas o el pan para la mesa. La implicación y la participación ciudadana no era innovación sino un modelo de autogestión de toda la comunidad. Hoy leemos con satisfacción sobre las organizaciones Teal que tienen uno de sus pilares en la autogestión. 

El procomún se presenta como la verdadera acción colaborativa, muy lejos de esas mal llamadas plataformas colaborativas que no hacen sino profundizar en el modelo ego-nómico. Compartir aperos y herramientas, conocimientos y semillas. Colectivizar la economía, la vida, del pueblo no era sino la realidad que aún se puede encontrar en muchos municipios rurales. El uso, que no la propiedad, era lo que se gestionaba en todos los espacios colectivos al que acudía la vecindad para satisfacer sus necesidades: tele club, el horno, el frontón, las tierras vecinales/comunales o el monte.
Hoy es la economía colaborativa/procomún. 

Algún coche oxidado se encontraba en un bancal. Coches que se utilizaron de almacén cuando no servían para rodar. Esa podría ser la foto que a un foráneo se le hiciera más cercana a la basura. Mucho tardó en llegar el plástico en masa a los pueblos y muy poca era la basura que se producía. El orgánico siempre siguió su circuito de uso, el metal se reutilizaba y lo mismo ocurría con el vidrio. Es fácil encontrar la puerta de un corral forrada de la plancha de unos bidones de aceite.
Hoy es la economía circular. 

Las gentes del pueblo sabían que debían cuidar el medio natural si querían garantizar la supervivencia de sus descendientes. No se utilizaba la naturaleza como almacén sino como socia en la vida y por lo tanto se cuidaba su regeneración y conservación. Estaban muy claros los límites que no debían cruzar para preservar la vida de todos los seres y el equilibrio que entre ellos existe. En paralelo, las personas de la comunidad educaban a los niños como grupo. La diversidad funcional y la discapacidad era tan parte de la comunidad como cualquier otra situación. La utilidad social de las personas no se acababa con la edad de jubilación o cuando ya nadie te quiere contratar, una clara exclusión de edadismo. Tampoco se atravesaba la línea de los cuidados de la comunidad. Hoy es la economía rosquilla o dona. 

La economía solidaria que pone en el centro a las personas y al planeta, la vida, pugna por crear valores sociales y ambientales como sumandos en la ecuación económica, desplazando la hegemonía del valor financiero que ordena nuestras vidas. Y ¿quién si no el medio rural es el gran excedentario en la creación de valores sociales y ambientales? El medio rural trabajó con los tres valores en la toma de sus decisiones. En los últimos años esto sucede menos por la ocupación, sobre todo, de la agroindustria y las grandes compañías energéticas, pero aún es posible encontrar este criterio en las calles y plazas de algunos pueblos.

Son muchas la realidades de esos pueblos que definen nuestras propuestas alternativas para el siglo XXI y, sin embargo, seguimos mirando a los pequeños municipios como un lugar precioso para las vacaciones o algún puente pero lejos de ser una alternativa para nuestras hijas e hijos.

 

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