Cuentan las crónicas que, en pleno Consejo de Ministros, exclamó: “Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!” El protagonista fue Estanislao Figueras, apenas cinco meses presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República española. Pocos dias después de su exabrupto, en junio de 1873 y sin decir nada a nadie, tras un paseo por el Retiro, el Sr. Figueras tomo un tren en la madrileña estación del Norte y se largo a París. Desde allí envió un telegrama a su Gobierno con un singular texto: “Llegué bien. No me esperen. Acepten dimisión irrevocable. Todas mis disculpas y afectuosos saludos”. Como escribió la periodista Josefina Carabias, aquel buen señor seguramente estaba abrumado por los problemas que cada día le caían encima a su Gobierno...
El año 2020, que tan positivo se presentaba y tanto prometía, nos defraudó para mal: pandemia infinita y desesperante que dura un año, y seguirá alimentandose con miles de muertos y enfermos; un panorama económico muy grave del que no se sabe como saldremos; paro, pobreza y desigualdad crecientes que agravan nuestra notoria y pertinaz injusticia social; corrupción latente y problemas políticos muy serios y, por si faltara poco, la borrasca “Filomena” que trajo en enero una gran nevada sobre Madrid y el centro de España y que ha dejado a nuestros dirigentes políticos con el culo al aire. Literalmente. En un recomendable y crítico articulo (El Pais dominical), Julian Marias escribe: “Estos políticos no lo son. No sirven, no ayudan, no organizan, no gestionan. Que la población se las componga.” El académico, con argumentos que comparto, pone a caer de un burro a políticos y dirigentes de toda clase y condición: alcaldes, presidentes/as de comunidades autónomas, ministros, intrigantes vicepresidentes y Gobierno. A todos les pide “que se los lleve la nieve”, el titulo del articulo. No caerá esa breva...
Si el don es la gracia o habilidad especial que tenemos para hacer algo, parece claro que en este año que hemos dejado atrás nuestros dirigentes han demostrado ser unos perfectos inútiles en la gestión de sus asuntos. A nuestros políticos les ha faltado prudencia para encarar las crisis pandémica y meteorológica y todos los males añadidos que las acompañan. Y digo bien, no imprudencia sino prudencia: la capacidad de anticiparnos, la capacidad de pensar sobre los riesgos posibles que ciertos acontecimientos conllevan, adecuando nuestra conducta para no recibir o producir perjuicios innecesarios, sobre todo cuando se tienen responsabilidades públicas. Ni la pandemia es un cisne negro del que no se tuvieran noticias ni Aemet y los medios de comunicación habían dejado de anunciar -hasta el hartazgo- que las nevadas serian las mas importantes del siglo. Nuestros dirigentes se olvidaron de que el camino del liderazgo -y para su ejercicio los elegimos- tiene que ver más con el ejemplo y la acción que con la palabra, sobre todo si las declaraciones públicas son para derivar las culpas a otros y olvidarse de las propias responsabilidades. Y, a pesar de la creciente desconfianza ciudadana en sus mandamases, también hay que recordar la perentoria necesidad de practicar la responsabilidad individual, algo que -hasta donde conozco- se ha hecho presente en la solidaridad vecinal limpiando de nieve las calles donde vivían y la de los padres y madres liberando de nieve los accesos a los colegios de sus hijos.
No ocurre así con la pandemia, que ahora ataca con su tercera ola y no se cuantas nuevas cepas y problemas colaterales. Por ejemplo, los psicólogos nos advierten de la indefensión aprendida con motivo de la pandemia y de la depresión que muchos padecen por no salir de esta situación creyendo que es solo fruto de su incapacidad. No ha sido así, no es así. Hay que mantenerse críticos y despiertos, prudentes y responsables, sin sucumbir a la sensación de indefensión, seguros de que podremos salir de esto con trabajo y con la esperanza de que algunos de nuestros dirigentes piensen en lo que hizo Estanislao Figueras y sigan su ejemplo. Que así sea.