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Leo a Boaventura de Sousa, el sociólogo portugués: “El virus es un pedagogo que nos esta intentando decir algo. El problema es saber si vamos a escucharlo y entender lo que nos esta diciendo. Lo dramático es que tiene que ser por esa vía de muertes para que nosotros, los europeos, los del Norte, que no estamos tan acostumbrados a epidemias y somos muy arrogantes, lo entendamos (...) Si matamos el virus pero seguimos con el mismo modelo de desarrollo, de Estado y de Sociedad, van a venir otros”.

Con o sin COVID-19, con o sin globalización, la desigualdad es un mal endémico que llegó para quedarse entre nosotros, que se padece en todo el mundo y que, desafortunadamente, se dibuja en las caras de los niños y las niñas, los que más sufren la pobreza y la desigualdad, la gran pandemia de este siglo XXI. El año pasado Intermon Oxfam ya nos contó que las 26 personas/familias más ricas tenían mas bienes que 3.200 millones de habitantes del planeta Tierra.

Mientras, un newsletter de Naciones Unidas (junio 2020) nos cuenta que la crisis económica del COVID-19 empujará a millones de niños al trabajo infantil, a la explotación, la trata de personas y el trabajo forzoso, sobre todo porque el trabajo infantil prevalece principalmente en la economía informal, donde los niños pueden intervenir fácilmente como trabajadores no cualificados cuando desertan de la escuela. El cierre de los centros de enseñanza durante la pandemia afectó a más de mil millones de estudiantes en 130 países, y esto -según los expertos- es la causa de que más niños se vean obligados a hacer trabajos peligrosos o sean explotados. Y, además, las desigualdades de género se hacen todavía más agudas, con las niñas particularmente vulnerables a la explotación en la agricultura, el servicio doméstico o la trata de personas.

Cada año, el 12 de junio, se celebra el Día Mundial contra el Trabajo Infantil. Cuando llega esa jornada, aun sin coronavirus, todos hacemos propósito de enmienda y, como ocurre tantas veces, nos olvidamos durante el resto del año de que en el mundo hay, oficialmente ( y no deja de ser un terrible sarcasmo certificar oficialmente esas cifras), más de  160 millones de niños, entre 5 y 16 años, que trabajan; de ellos, según la Organización Internacional del Trabajo, más de la mitad, 75 millones, realizan tareas peligrosas y se exponen a graves consecuencias, sobre todo en el sector agrario donde se contabilizan las más grandes violaciones de los derechos laborales.

El anterior Director de la OIT, Juan Somavia, manifestó hace algunos años que una de las metas de la organización que entonces dirigía es “el trabajo decente para los padres y educación de calidad para los niños. Verdaderas oportunidades para los jóvenes. Dignidad para todos”. Y no parecemos estar a la altura. En 2019 a los españoles se nos advirtió que, aunque no lo sepamos, también consumimos trabajo infantil.

Guy Rider, el actual Director de la OIT, ha dicho hace unos días que la integración de las preocupaciones sobre el trabajo infantil en políticas más amplias de educación, protección social, justicia, mercados laborales y derechos humanos representa una diferencia critica. Y propone una serie de medidas para contrarrestar la amenaza del aumento de trabajo infantil, y entre ellas:

  • una protección social más integral
  • un acceso más fácil al crédito para los hogares pobres
  • la promoción del trabajo decente para adultos
  • medidas para que los niños vuelvan a la escuela
  • más recursos para inspecciones laborales que garanticen el cumplimiento de la Ley

Con o sin pandemia, nos estamos jugando el futuro y, como tenemos la guía y el instrumento -los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible- si no somos capaces de trabajar por la infancia, seremos indignos como personas e injustos socialmente. Trabajar por la justicia social era la principal tarea y la única aspiración de Jordi Jaumà, el fundador de este Diario.

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