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“A semejanza de muchos viejos grafómanos, en mi lo difícil no es pensar, sino cesar de pensar. Lo que no obsta para que lo pensado carezca de valor cotizable en el mercado literario, filosófico o científico” escribió el Premio Nobel de Medicina, Santiago Ramon y Cajal, en un delicioso libro publicado poco antes de su muerte, en 1934 (“El mundo visto a los ochenta años”), del que conservo, como oro en paño, una edición de 1941 en la que don Santiago pasa revista “a las decadencias inevitables de los ancianos, singularmente de los octogenarios, agravadas por achaques o enfermedades eventuales.”

El confinamiento (nunca una tan horrible palabra fue pronunciada tantos millones de veces en tiempo tan corto, y lo que nos queda...) nos ha permitido comunicarnos regularmente con toda la familia, los compañeros y los amigos, y hablar con otras muchas personas que no son ni lo uno ni lo otro, en ocasiones absolutamente desconocidas. He tenido en estas semanas la oportunidad de dialogar con muchos hombres y mujeres de mi generación, arriba o abajo de los sesenta/sesenta y cinco años, y todos me dicen que -mas allá de las criticas/alabanzas a nuestros dirigentes por la gestión de la crisis- llevan bien esta reclusión; con preocupación y sufriendo con los que sufren, pero con un plus de responsabilidad y de sosiego; leyendo bastante, meditando más, escribiendo mucho los que tenemos esa pasión/vicio irresistible y, en definitiva, dejando pasar el tiempo mientras disfrutas como nunca de la siesta, aplaudes desde tu ventana cada tarde y colaboras en las tareas domesticas de las que nadie debe escaparse. La edad provecta -la edad de la persona que está en la madurez, según la RAE- tiene estas cosas y uno sabe a que atenerse. Hemos aprendido a tener una cierta esperanza como paso previo a recuperar la confianza, aunque no sepamos todavía en quien.

He reflexionado mucho en este tiempo de coronavirus -sin saber muy bien la razón, aunque la intuyo- sobre el liderazgo desde una perspectiva práctica, partiendo de tres principios en los que creo profundamente y que me gustaría compartir:

-El líder no siempre es el mas poderoso: es la persona que enseña el camino y hace que los demás le sigan.

-El líder nace y, además, con formación -liderar es educar- se hace.

-La coherencia y el ejemplo son herramientas idóneas y las más eficaces que el líder tiene para gestionar.

En democracia, donde se conjugan sin estorbarse justicia y libertad, el liderazgo requiere legitimidad, capacidad (ideológica y de propuesta) y voluntad, sobre todo para saber lo que se quiere y estar dispuesto a pagar lo que cuesta, porque la ausencia de estos requisitos nos dará dictadores, déspotas o profetas, pero no líderes. Una cosa es ser líder y otra bien distinta ser el mas poderoso o el que manda. No suele ser lo mismo.

Sin animo de pontificar, humildemente, creo que el líder debe tener mente y visión global como atributos imprescindibles, junto a un inexcusable compromiso con la formación/capacitación, propia y de su equipo; y no hablo solo de instrucción, sino de educación, de auténticos valores humanos y de convivencia social. Los lideres deben cultivar el hambre espiritual, “hambre insaciable” que da permanente vida a la mas intima inquietud, como decía Ernesto Winter Blanco hace un siglo. Conocer lo que sucede, lo que interesa y lo que importa, separando el grano de la paja, es también misión del líder, que tiene el deber de informarse y la obligación de informar y de aprender a comunicar, es decir, de involucrar a todos en el proyecto común, poniendo alma y corazon en los proyectos que quiera desarrollar. Y necesitará iniciativa  y visión de futuro porque los líderes deben ir por delante de los acontecimientos para que la motivación se instale entre los suyos, porque la iniciativa implica tirar del carro, pero también saber aportar sosiego a las organizaciones en tiempos de tribulación como los que ahora vivimos.

Estoy convencido de que solo desde el ejemplo y la practica de valores el líder será tal. Séneca nos lo enseñó hace mas de dos mil años: “Escoged mejor a los que enseñan más bien con su vida que con sus discursos; a los que dicen lo que deben y hacen lo que dicen”. Y, además, el líder es necesario que sepa conjugar la decisión con la acción y, si ocurre, con la equivocación porque dirigir es tomar las decisiones que en cada caso corresponda y gestionar lúcidamente el error. Y pedir disculpas. Las equivocaciones nos ayudan a aprender lo que hicimos mal y, seguramente, a no repetir los errores. Aunque no este recogido en ninguna Declaración Universal, equivocarse es el mas sagrado de los derechos humanos.

Crear y coordinar equipos de verdad, con competencias y responsabilidades delegadas para cada uno de sus miembros; un equipo que sea capaz de hacer un debate creativo y que no de la razón (ni haga la pelota) permanentemente; cualquier opinion guarda una porción de verdad y hay que buscar la contradicción. Esa es la tarea del líder, como lo es también suprimir las camarillas que, como grupos aislados, se desentienden de las inquietudes de otros compañeros y suelen torpedear el proyecto común en beneficio del propio.

Después de algún tiempo en el ejercicio de su responsabilidad (y aun desde el momento en que toman posesión o son nombrados), muchos de los que se creen líderes se embriagan con los honores y prebendas que reciben, que son del cargo, pero no propiedad de ellos. Y olvidan que el líder tiene que ser humilde, la mejor formula/antídoto que existe contra la depresión. Pero no es fácil: los seres humanos somos, por naturaleza, fatuos y presuntuosos, más si estamos sobre un pedestal.

El principal compromiso del líder debe ser la lealtad y el sagrado deber de conservar y acrecentar la empresa, la nación o el ayuntamiento, da igual, para los que vendrán después. El líder es solo depositario de un patrimonio y, en primer lugar, su responsable. Y debe practicar la empatía, la base de los valores, esa hermosa cualidad que nos permite, con generosidad, ponernos en el lugar del otro, en las alegrías y en las penas. Hasta el punto de que el líder o es empático o no es líder. Y eso supone dialogar, porque para ganar la confianza hay que “perder” el tiempo escuchando los problemas de los que trabajan o dependen de nosotros (y aún de los adversarios), orientándolos y dejando que, en el ámbito de sus competencias, cada quien decida.

Y, aunque muchos crean que no hace falta, el líder debe trabajar mas que los demás. Solo dando ese ejemplo el líder se hará mas humano y mas líder, porque como dice Cervantes por boca de Don Quijote, “podrán los hados quitarme la ventura, pero no el esfuerzo”.

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OpiniónliderazgoCovid19

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