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La epidemia del COVID-19 nos ha demostrado, sobre todo a Occidente, que no somos lo que creíamos, autónomos, inmunes e intocables. Occidente, se creyó Dios, redactó derechos laborales y sociales, protocolos medioambientales, y tratados de comercio sostenible, cual tablas de los Mandamientos de Moisés, que en realidad eran cinismo, y mentiras escritas en letras oro y carmesí.

Porque a la vez que nos felicitábamos de nuestros avances y de nuestro avanzado sistema de social, cual El Dorado, anhelado por el resto del mundo. Enviábamos los residuos plásticos, desechos químicos y la basura tecnológica, las fábricas, donde los costes de producción eran mínimos, no importándonos la carencia de derechos humanos y laborales, el trabajo precario y la explotación infantil, al otro lado del planeta, como si al no mirar, no existiesen.

Nosotros éramos los intocables, los elegidos… pero llegó el virus, y cual castigo del titán Prometeo, que robó el fuego a Zeus, fue condenado al suplicio eterno en el que cada día un águila devoraba sus entrañas, así Occidente sintió como sus entrañas eran devoradas por el virus y, nos despertamos con el sueño de Nabucodonosor, Occidente era un dios de pies de barro. 

Durante los últimos treinta años delegamos en Oriente la fabricación de casi todo lo que se puede fabricar, y aún más. Desmantelamos nuestros sectores primarios, quisimos que los países pobres produjesen para nosotros; la civilización de los servicios, del ocio, del lujo, y lo justificamos denominándolo; era de la intercomunicación planetaria o la globalización, donde todo estaba cerca, donde unos producían y otros compraban, donde unos eran siervos y otros amos. Nos aplicamos todos los “des” deslocalizamos, desproducimos, desindustrializamos y sobre todo, deshumanizamos.

Los Estados y sus mediocres dirigentes, fruto de lo que las sociedades fueron eligiendo para liderarlas, se vieron incapacitadas para reaccionar ante un desafío semejante, y llego el caos y los miles de muertos. Estamos todavía lejos de la salida, pero, ya al final del túnel se atisba luz, continuemos luchando y que este tiempo de encierro que nos queda, nos sirva para reflexionar sobre varios temas:

Lo primero, Occidente, debe arrepentirse de su soberbia, no es intocable. Segundo, el mundo globalizado debería de recapacitar, los derechos y el bienestar no son para unos cientos de millones de occidentales, porque una pandemia, como la que estamos sufriendo, nos encara a la muerte por igual en Oriente y en Occidente. Abandonemos nuestra posición de ombligo del mundo, no corramos la cortina cuando se vulneran los derechos y la condición humana en otras partes del planeta, ya que también se deberían globalizar los derechos.

Tercero, los Estados occidentales, deberían replantearse su economía, su sostenibilidad y capacidad productiva, agrícola, ganadera e industrial, tenemos que volver a producir, no se puede delegar lo vital. Hoy, lo vital es el equipamiento sanitario, pero mañana las carencias pueden ser agrícolas, de lo que ya no producimos. Que sirva de lección.

A la pandemia sanitaria, sobrevendrá otra, casi igual de desbastadora, la económica, que sobre todo será el desempleo. Millones de personas perderán su trabajo, y su economía doméstica se vendrá abajo. Los mercados financieros caerán más de lo que han caído ya, y los indicadores macroeconómicos serán aun peores. Ante este horizonte desolador, los gobiernos tienen que recuperar la capacidad productiva de nuestro sector primario y secundario. Esta nueva reconversión industrial sería una oportunidad para reconstruir sectores que, prácticamente se han desmantelado con la globalización, en el que el agro-ganadero, es capital, y que tan perjudicado se ha visto en los últimos años en nuestro país, y sin él, la España vacía no tendrá solución. Paralelamente las grandes empresas, apoyadas por la Administración, deberían de rescatar las producciones para sus países y, con ellas, los miles de empleos que necesitamos. Planteémoslo como, lo que Einstein describió; la oportunidad que surge de la dificultad. Veámoslo así, y cambiémoslo. Y finalizo como la cita de Homero, que del declive de una generación, florezca otra y que haya aprendido que no es intocable.

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