El sempiterno velo que cubría los edificios costeros se ha esfumado. La niebla no era una exhalación del mar, sino smog; efluvio de miles de autos que circulaban las veinticuatro horas del día por las avenidas. Ahora, especialmente al caer el sol, el cielo limeño ofrece una vista esplendorosa. En el parque donde vivo, los pájaros pían con más fuerza, y las ardillas brincan, como si celebraran la ausencia de humanos en la ciudad. Muy cerca, en una playa de la Costa Verde, se vieron delfines retozando.
Pero… no es posible celebrar este renacer de la ciudad. ¿Cómo hacerlo; sabiendo el carísimo precio que pagamos por ello? Aquí, en Lima, y allá, en Madrid, mi segunda casa por muchos años. Leo los diarios y los muertos ya no tienen nombre, sino número. Jamás imaginé que los contarían por cientos al día. No importa ya si es conocido o familiar; si ha caído aquí, o allá. El dolor se ceba por causa del endemoniado virus, que ahora reina sobre el planeta.
Nunca antes sentimos la interdependencia de unos con otros tan intensamente como ahora. Y esas ideas que algunos ningunearon -como responsabilidad social o bien común… calificándolas de utópicas o idealistas-, hoy se plantan en nuestras habitaciones y conversaciones sin pedir permiso, como una cuestión de vida o muerte. No hay espacio para divisiones entre vecinos, entre ciudades, países. No hay Norte y Sur; no hay “Tercer Mundo”, ni segundo, ni primero.
“La letra con sangre entra” le escuché decir en mi infancia a un severo profesor, refiriéndose al aprendizaje. Nunca estuve de acuerdo, y sigo sin estarlo. Pero es innegable que hay lecciones que esta crisis nos está impartiendo, a la mala. Por ejemplo, que debemos cuidar al semejante, porque al hacerlo protegemos nuestra propia vida. Que debemos dejar espacio a la naturaleza, a los animales; no arrinconarlos de manera incesante y abusiva. Que debemos poner límites y ética a la especulación y los negocios que se alimentan de la desgracia ajena.
Es aún demasiado pronto para estimar el fin de esta crisis, o todas sus consecuencias. Pero nadie duda que serán dramáticas. Solo queda confiar en la historia, en esos libros que nos dicen que ninguna peste y ninguna guerra ha podido con el coraje humano. A estas alturas ya hemos entendido que los héroes de hoy no van con una espada en la mano, sino con una medicina. Y que cada día se juegan la vida, como mi propio hermano. Que los héroes de estos tiempos no son siquiera conocidos, sino anónimos, que trabajan sin cesar para alimentar nuestras familias y limpiar nuestras ciudades.
Alguna vez leí una sentencia del pueblo “cree”… y pensé que jamás viviría algo semejante. Decía así: “Cuando el último árbol sea cortado, el último río envenenado, el último pez devorado, sólo entonces las personas se darán cuenta de que el dinero no se puede comer”. Felizmente aún quedan árboles sanos y ríos medianamente saludables, pero estos días hemos experimentado lo que es ir con monedas al supermercado, y hallarlo semi vacío, sin ningún huerto en nuestro hogar que nos auxilie. Tiempo para una vida más humanista, donde lo que más importe sean nuestros padres, nuestros hijos, nuestros vecinos… nuestro planeta.