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“Cuando las palabras, tan sonoras, se alejan demasiado de la realidad, tan muda, resulta mas elocuente la realidad que las palabras”, escribió hace algunos años Juan Jose Millás. Y la realidad es que, hoy por hoy, mientras unos cuantos ciudadanos se enriquecen rápidamente, el resto se empobrece a la misma velocidad; sobre todos nosotros pende, incluido Trump y cual espada de Damocles, una cosa llamada coronavirus y, como diría El Roto, “tengo tanto miedo a que pase algo como a que todo siga igual”. Es decir, nos hemos instalado en la incertidumbre mas absoluta.

Estamos aceptando como normal lo indecente (el paro, por ejemplo, lo es) y, como escribe Jose Antonio Marina, padecemos, aunque no queramos reconocerlo, el síndrome de la inmunodeficiencia social y estamos perdiendo capacidad de defensa frente a muchos agentes patógenos: corrupción, falta de transparencia, empleos precarios, desigualdad, indecencia y, a pesar del reciente pasado, la sacralización del dinero como valor absoluto ya forma parte de nuestro ADN. Es el “todo vale” frente a la olvidada cultura del esfuerzo y del trabajo con el imprescindible adobo de una cada vez mas necesaria educación como fórmula para ser personas más libres, más demócratas, más cabales y mejores ciudadanos, un paso previo a ser buenos profesionales.

La gran revolución (liderar es siempre educar) tiene que hacerse presente en los colegios, en la enseñanza primaria y secundaria, sin olvidar los estudios de formación profesional o universitarios. Colegios, escuelas y centros de enseñanza deberían ser nuestra barbacana, nuestra defensa avanzada frente a los ataques interiores y exteriores que cercenan u olvidan nuestros valores. Colegios, escuelas y centros de enseñanza, insisto, tienen que ser las atarazanas, los talleres donde eduquemos a los hombres y mujeres sobre cuyos hombros recaerá en el futuro la responsabilidad de hacer las cosas con dignidad: trabajar en mil tareas y oficios, dirigir empresas e instituciones, administrar justicia, ser lideres de opinión, escribir y ser referentes en la ética, la innovación y la cultura de un pais y, en definitiva, contribuir a hacer un mundo mejor porque compartir valores está en la propia esencia de la ética cívica que debe ser siempre una ética de los ciudadanos (no de súbditos) y de la modernidad, además de una ética de mínimos: libertad, igualdad y fraternidad como valores supremos y fundamentales consagrados en todas las declaraciones de los derechos del hombre y del ciudadano.

La cuestión es que esa tarea, que es de todos, no sabemos si podrán liderarla los políticos, como es su obligación, sea cual fuere el partido al que sirven. No lo sé, pero confío poco, veréis por qué: releo el “Breviario de los políticos”, un libro atribuido al que fuera todopoderoso regente de Francia en el siglo XVII, el cardenal Mazarino. Un texto muy actual y repleto de cinismo donde se contienen algunas reglas para conseguir el poder y conservarlo, y en el que se ensalza la consecución de los objetivos generales (que se confunden con los personales) mas allá de cualquier consideración de orden moral o ético. O sea, como ahora.

Por ejemplo, Mazarino establece como axioma la necesidad de comportarse con los amigos como si se tuvieran que convertir en enemigos, y brilla en la desvergüenza cuando resume la obra aconsejando que como normas de conducta (política, claro) siempre se tengan presentes cinco preceptos: simula, disimula, no confíes en nadie, habla bien de todo el mundo y prevé lo que has de hacer. Estos consejos, en pleno siglo XXI, recobran actualidad porque -sin darnos cuenta- los practican quienes nos gobiernan (también en las empresas e instituciones) y nos demuestran que, como ya se recoge en  Eclesiastés 1.9: "Lo que pasó volverá a pasar, lo que ocurrió volverá a ocurrir: nada hay nuevo bajo el sol".

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