La globalización financiera y la productiva se han desarrollado hasta los confines del mundo en los últimos veinte años, pero los derechos humanos y las normas internacionales del trabajo tienen que superar una fronda infinita para extenderse o simplemente para que sean respetados en los países en los que se instalan las empresas
La velocidad es, sin duda, una de las características del nuevo mundo. La viruela tardó tres siglos en extenderse por el universo, el SIDA, tres décadas, pero un virus informático puede hacerlo en dos horas. A la velocidad se le añade la imprevisibilidad, la falta de control. Casi todos los grandes acontecimientos de los últimos años surgieron al margen de las cancillerías o de los centros de análisis geopolíticos o económicos del mundo. La caída del muro de Berlín, la Primavera Árabe, la crisis económico-financiera de los últimos diez años, impactaron en nuestras vidas –y todavía lo siguen haciendo -sin previsión ni planificación alguna de nadie.
La conclusión es dramática. Si dejamos al mercado y a la tecnología que configuren libremente el futuro, la sociedad resultante será un desastre. Necesitamos gobernar la globalización y necesitamos democratizarla, es decir, ponerla al servicio de la gente y no al revés. Se pueden poner mil ejemplos de esos peligros. ¿Quién está planificando la Seguridad Social del futuro si las carreras de cotización son cortas e interrumpidas? ¿Cuánto y cómo será el trabajo del futuro en la era de la robótica y el alargamiento de la vida? ¿Cómo evitar otra implosión financiera con regulación global? ¿Cómo se combaten los paraísos fiscales?
La extensión de los derechos laborales y el trabajo decente a los países sin leyes laborales o con instituciones primarias es otro de esos debates y hoy, cuatro años después del desastre de Rana Plaza, nos podemos preguntar si hemos hecho lo suficiente o si los avances en el trabajo textil en el mundo están protegidos y son decentes.
Diario Responsable se hacía eco la semana pasada del informe del Parlamento Europeo aprobado hace quince días solicitando a la Comisión Europea una propuesta legislativa para implantar un sistema de “diligencia debida” siguiendo directrices OCDE, parecido al diseñado para los minerales de zona de conflicto, que cubra toda la cadena de distribución.
Se han hecho cosas. Las han hecho los sindicatos, la OIT, las empresas. El gobierno de Bangladesh…Pero me temo que los trabajadores del textil en ese país y en los de la zona, siguen explotados y sin unas condiciones de trabajo dignas. Mi amigo Javier Chércoles, antiguo director del RSE de Inditex me contaba no hace mucho sus esfuerzos para establecer un compromiso de todas las empresas de ropa del mundo para imponer a sus subcontratas en Bangladesh la obligación de suscribir un seguro de accidentes laborales. Esto sería el embrión de una cotización obligatoria para una especie de Seguridad Social del futuro para millones de trabajadores en el sudeste asiático. Por supuesto, la cuota la pagarían las empresas y eso encarecería unos céntimos nuestras compras baratas. ¿Es eso posible? En el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas en Ginebra se discute desde hace dos años la posibilidad de una norma internacional que extienda los principios Ruggié, “proteger-respetar-remediar” a la aplicación obligatoria de la Convención de los Derechos Humanos en todo el mundo. ¿Es esto posible?
Debe serlo. El camino de la voluntariedad y del marketing social está bastante agotado. La “etiqueta social” se confunde o no se mira en el consumo. La vigilancia de los Estados a las importaciones es laxa. Una norma internacional de exigencia de Derechos Humanos y normas OIT-OCDE en el mundo, es un buen camino. Aunque sea largo.
Ramón Jáuregui
Eurodiputado.