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Resumen: Este ARI revisa los principales paralelismos entre la Responsabilidad Social Corporativa (RSC), como estrategia empresarial, y la Cooperación Internacional para el Desarrollo (CID), como política pública concertada, en cuanto a su naturaleza e influencias doctrinales, objetivos, eficiencia/eficacia, críticas, principales problemas de identidad y retos respectivos, a partir de la siguiente hipótesis: la RSC es a las empresas lo que la CID es a los gobiernos. La conclusión es que necesita una colaboración estratégica entre la RSC como innovación social y la CID ampliada desde la ayuda a la coherencia de políticas.

 

Análisis


Metáfora fundante y vidas paralelas


La Responsabilidad Social Corporativa (RSC) es a las empresas lo que la Cooperación Internacional para el Desarrollo (CID) es a los gobiernos. La primera, como estrategia empresarial, y la segunda, como política pública concertada, están destinadas a entenderse desde mucho antes de que Kofi Annan lanzara en 1999 la idea de un Pacto Global.

 

El concepto de RSC nace en 1953 con la publicación del trabajo de Howard Bowen (Social Responsibilities of the Businessmen), que formaba parte de una colección sobre “Ética cristiana y vida económica” del Consejo Nacional de las Iglesias de Cristo en América. Bowen apelaba a la responsabilidad social de las corporaciones para producir no sólo bienes y servicios, sino devolver a la sociedad parte de lo que ésta les había facilitado. Un año después, Peter Drucker, devoto cristiano episcopaliano, incluía la responsabilidad pública como una de las áreas clave del management: los ejecutivos, además de cumplir su “primera responsabilidad con la sociedad” que es “operar hacia el beneficio”, tenían que “promover el bien público… [y] contribuir a la estabilidad, el fortalecimiento y la armonía sociales” (The Practiceof Management, 1954).

 

Pero la corporación “con alma”, como la denominó un autor del momento, respondía a algo mucho más terrenal, a saber, el alineamiento de los intereses de las empresas norteamericanas en la “lucha más colosal” contra lo que se percibía durante la Guerra Fría como “el desafío del comunismo a nuestro modo de vida”, según dijo el decano de la Harvard Business School (HBS), Donald K. David, en mayo de 1949. Y en esta lucha los líderes empresariales debían trabajar “para resolver lo que es de lejos el mayor problema económico actual: el desarrollo de las denominadas áreas subdesarrolladas hasta el punto donde al menos las sombrías consecuencias de la extrema pobreza (la malnutrición, la muerte prematura, la mala salud crónica, la superstición, la sordidez y la miseria) sean mitigadas”, como planteó el economista y activo miembro de los cuáqueros Kenneth E. Boulding en un artículo para la revista de la HBS en 1950. El propio decano David volvería sobre este tema en su discurso de 1958 en la HBS llamando a una movilización “de todos los recursos de nuestro sector privado empresarial mediante un contrato entre las agencias gubernamentales responsables y las compañías privadas y sus ejecutivos para hacer un trabajo masivo y efectivo de desarrollo económico en el exterior”.

 

Por su parte, la CID surgió como política pública a raíz del Programa de los Cuatro Puntos del presidente Truman, en enero de 1949, en el que el político Demócrata, de arraigadas convicciones baptistas, se planteó la creación de un gran programa para “la mejora y el crecimiento de las áreas subdesarrolladas”, siguiendo la ética pragmática de “ayudar a los menos afortunados a ayudarse a sí mismos”. Este lema, calcado de la misión original del Banco Mundial, cabe remontarlo a la máxima del filántropo Andrew Carnegie, para quien “en el otorgamiento de la caridad, la principal consideración debería ser ayudar a aquellos que quieren ayudarse a sí mismos” y, como fuente original, al puritanismo depurado de Benjamin Franklin, que es a quien se debe la frase “Dios ayuda a quienes se ayudan a sí mismos” (Poor Richard’s Almanak, 1757). El programa de Truman se consideró como parte de las “nuevas responsabilidades” derivadas de la “nueva influencia” de la democracia americana, que serviría para testar “nuestra devoción por el deber… anclada en nuestra fe por el Todopoderoso”, y, por supuesto, para responder al objetivo más mundano de luchar contra “la falsa filosofía del comunismo”. Sólo tres meses más tarde, el decano de la HBS, Donald K. David, se sumaría entusiásticamente a la causa con la RSC.

 

La historia del objetivo del 0,7% también reúne esa peculiar mezcla de religión y política. En 1955, el Consejo Mundial de las Iglesias, una organización ecuménica con sede en Ginebra que agrupa a todas las iglesias cristianas, solicitó el asesoramiento del economista senior del Banco Mundial (que luego sería rector del International Institute of Social Studies de Rotterdam, el decano de los institutos de desarrollo europeos), Egbert de Vries. Se trataba de promover las donaciones de las parroquias en los países ricos con el fin de destinarlas a los países pobres en coherencia con la virtud cristiana de la caridad y de los objetivos fundacionales del Consejo. De Vries, militante cristiano, les convenció de que las donaciones privadas, por mucho que aumentaran, no podrían cubrir la gran brecha de capital que necesitaban los países pobres para salir del subdesarrollo. Así que el comité central del Consejo, cuando volvió a reunirse en 1958, aprobó una declaración en la que se solicitaba que “al menos un 1% del ingreso nacional de los países [desarrollados] fuera dedicado a estos propósitos”. La petición del Consejo fue transmitida a las misiones diplomáticas de varias naciones industrializadas de la ONU, cuya Asamblea General, a fines de 1960, expresó “la esperanza de que el flujo de ayuda internacional y de capital debería incrementarse sustancialmente para alcanzar lo más pronto posible el 1% de los ingresos nacionales combinados de los países económicamente desarrollados”.

 

A esta misma cifra mágica también habían llegado Jan Tinbergen y sus colaboradores del Netherlands Economic Institute de Rotterdam, en 1959 (y cuyo trabajo De Vries probablemente conocía), aunque el 1% fue presentado a nivel mundial en 1962, gracias al patrocinio de la Twentieth-Century Fund, un think-tank progresista en cuyo patronato estaban integrados muy connotados asesores del presidente Kennedy, Demócrata y católico, como J. Kenneth Galbraith y Arthur Schlesinger Jr. (poco después Peter Drucker se integraría a esta institución). Según Tinbergen, se trataba de poner en marcha un programa mundial para distribuir la cantidad de 7.000 millones de dólares, necesaria para ayudar a ayudarse a sí mismos a los países en desarrollo, siguiendo la propuesta de Rosenstein-Rodan de un impuesto progresivo a las familias de los países desarrollados. En 1968, en el segundo encuentro de la UNCTAD, se adoptó la recomendación de que el 0,75% de ese 1% fuera destinado a la ayuda al desarrollo, recomendación que fue suscrita inmediatamente por 10 de los 16 miembros del Comité de Ayuda al Desarrollo y luego por el CAD en 1969 y la Asamblea General de la ONU en 1970 como objetivo oficial para la II Década del Desarrollo.

 

Con estos antecedentes, no es de extrañar que la legitimación primaria de la AOD por parte del CAD fuera de carácter moral: “la necesidad de ayudar a los países menos desarrollados a ayudarse a sí mismos” (resolución sobre el Esfuerzo Común de la Ayuda, 1961). El Banco Mundial y su agencia también justificaron su propia actuación en 1969 desde una perspectiva moral que combinaba el enfoque de la ética deontológica (del motivo), muy influida por la Encíclica de Pablo VI Populorum Progressio (1967), y la utilitarista (de las consecuencias). Si en la primera se apelaba a la “cooperación en el bien común”, sobre la base de que “los pueblos ya desarrollados tienen la obligación gravísima de ayudar a los países en vías de desarrollo”, en el Informe Pearson se afirmó “la obligación de los ricos y privilegiados de ayudar a los pobres y necesitados”, pero sin olvidar que la ayuda a los países pobres generaría “más desarrollo y progreso en los países ricos industrializados”. De acuerdo con la noción de una “comunidad mundial interdependiente”, la racionalidad de todo esto era análoga al modelo de egoísmo ilustrado de la RSC que se construyó simultáneamente: “el interés nacional es la base racional para la política –de la ayuda y de cualquier otra cosa–, pero solamente si es ilustrada y clarividente y mira más allá de sus propias fronteras”. Estas consideraciones morales, junto con la fijación del objetivo del 0,7% del PIB de los países desarrollados para AOD en 1975 “y en ningún caso más allá de 1980”, más varias recomendaciones sobre el desligamiento de la ayuda y la coherencia de las políticas comerciales y de inversión extranjera directa, fueron las principales conclusiones del informe Partners in Development, dirigido por el ex primer ministro de Canadá y premio Nobel de la Paz Lester B. Pearson a propuesta del presidente del Banco Mundial Robert MacNamara. Si Pearson era hijo de un pastor metodista, el ex secretario de Defensa de Kennedy, Robert McNamara, con sus raíces católico-irlandesas, desde luego tenía una gran familiaridad con la combinación de los enfoques deontológico y utilitarista sobre los que el hermano del difunto presidente, Robert Kennedy, había teorizado en 1968 al afirmar que “la ayuda prestada al extranjero no es una donación gratuita, sino que es, a la vez, una obligación moral para con todos los seres humanos y una sana y necesaria inversión para el futuro”.

 

En la década de los 60, el enfoque altruista (arraigado en la filantropía) de la RSC, por el que las empresas tenían que avanzar sobre sus obligaciones legales usando voluntariamente sus recursos para fines sociales más amplios como respuesta a presiones externas fue la tónica dominante. De hecho, las empresas tuvieron que reaccionar antelas demandas sindicales, del movimiento de los derechos civiles, de las mujeres, de los consumidores y las reivindicaciones conservacionistas, sin esperar, además, ningún retorno económico específico por sus acciones sociales voluntarias. Esta posición defensiva suscitó muy pronto las primeras críticas que, también en el marco de la ideología de la Guerra Fría, denunciaron el carácter “subversivo” de la RSC, identificada como “socialismo” y verdadero pretexto para aumentar las regulaciones, según Milton Friedman, para quien el negocio de las empresas era hacer beneficios. Esto obligó a buscar una racionalidad para la RSC, que se concretó en el llamado “modelo de egoísmo ilustrado” según el cual la RSC contribuiría a maximizar a largo plazo el valor para el accionista, y la RSC se presentó como auténtico poder blando (“poder social”) de las empresas, antes de que tal concepto fuera acuñado en la teoría de las relaciones internacionales.

 

En paralelo, la CID también recibió las tempranas críticas de Milton Friedman, que ya en 1958 había condenado la ayuda por promover el desarrollo a través de un medio (la planificación centralizada) contaminado con “la ideología comunista”. Luego, Peter T. Bauer (Dissenton Development Studies and Debates in DevelopmentEconomics, 1971) denunció que la ayuda era simplemente “caridad” para atenuar los “sentimientos de culpabilidad… por injusticias pasadas”, a la vez que un mecanismo de compensación de las barreras arancelarias erigidas contra las exportaciones de los países en desarrollo, cuando no un “instrumento para forzarlos a comprar lo que de otra manera no podría venderse”. La ayuda, para Bauer, representaba “una ampliación natural de la imposición progresiva” desde el “nivel nacional al internacional”, en lo que este autor de la escuela austríaca veía como una expansión perversa del Estado del bienestar.

 

Humanocentrismo de “stakeholders” y “partners”

 

Consolidada la definición de RSC como aquella estrategia voluntaria que empieza donde termina la ley, en los 70 se reafirmó la noción del contrato social (implícito) entre las empresas y la sociedad, que desembocó de manera natural en la teoría de la integración de los stakeholders a la empresa. La empresa empezó a concebirse no como una organización maximizadora de beneficios, sino del bien común, concepto vinculado no por casualidad a la doctrina social de la Iglesia (Encíclica de Pablo VI, Populorum Progressio, 1967). Así, los stakeholders se convirtieron en los 80 en la contrapartida conceptual de los partners de la CID, a medida que las empresas y sus grupos de interés se fueron globalizando. Y el poder blando de la empresa se ligó al concepto de reputación corporativa, dentro de una ética estoica en la que las empresas, como personas jurídicas, buscan la “aprobación social” y la “gratitud de quienes han cosechado el beneficio de sus acciones” a los que se refirió Adam Smith en su Teoría de los sentimientos morales. PeterDrucker (The Frontiers of Management, 1986) otra vez fue quien explicitó claramente la idea de centrar los objetivos de las empresas en las personas: la empresa se redefinió como una institución social basada en relaciones de confianza a largo plazo con personas (trabajadores, clientes y proveedores, como capital social, el único que aumenta con el uso), cuya razón de existir era servir a los clientes y donde el beneficio sólo resultaba un medio para este fin que es el que asegura la sostenibilidad de la empresa. En la organización, así concebida, los trabajadores (recursos humanos) no eran un pasivo, sino el principal activo de la organización, junto con el capital social y la reputación corporativa.

Sobre estos fundamentos y la teoría de los stakeholders, al llegar el nuevo siglo, el objetivo de la RSC evolucionó de manera natural hacia el desarrollo humano sostenible, una vez que estuvo claro que esto era un compromiso político para conciliar el crecimiento económico con la protección del medio ambiente dentro de una noción blanda y puramente empresarial de sostenibilidad. Así, el Libro Verde de la Comisión Europea definió la RSC como la “integración voluntaria, por parte de las empresas, de las preocupaciones sociales y medioambientales en sus operaciones comerciales (business operations) y sus relaciones con sus interlocutores”, lo que subraya, además, la diferencia entre filantropía y la RSC al conectar ésta con el núcleo duro de las operaciones de la compañía en las que necesariamente está la gestión de los stakeholders. Por su parte, el World Business Council for Sustainable Development (WBCSD) utilizó el sustitutivo de sostenibilidad para referirse al “compromiso de las empresas para contribuir al desarrollo económico sostenible, trabajando con los empleados, sus familias, la comunidad local y la sociedad en su conjunto”. Desde ese momento, se aceleró el proceso de creación en los países desarrollados de una infraestructura institucional emergente de nuevas normas de comportamiento, transparencia y rendición de cuentas para las compañías multinacionales a modo de poder compensatorio. Y publicaciones tan influyentes como la Academy of Management Review empezaron a hablar de que “las corporaciones deberían actuar como agentes de cambio social”.

 

Paralelamente, la CID retomó con fuerza la teoría de los partners, con la Comisión Independiente sobre Asuntos de Desarrollo Internacional, presidida en 1980 por el socialdemócrata Willy Brandt a sugerencia del presidente del Banco Mundial, Robert McNamara. El llamado Informe Brandt propuso un nuevo pacto internacional keynesiano para “la solidaridad humana y el compromiso internacional con la justicia social”. El pacto consistía en un impuesto universal pagado por todos los países, excepto los más pobres, calculado mediante una escala móvil dependiendo del ingreso nacional, para constituir un fondo de desarrollo en el que los países desarrollados deberían aportar al menos el 0,7% de su PIB para 1985 y el 1% en 2000. Dicho fondo también recibiría aportaciones de las tasas sobre los gastos militares, las exportaciones de armas y el comercio internacional, de acuerdo con el principio de “responsabilidad global” que obviamente apelaba a lo que luego –cuando empezó a bajar la marea neoliberal que dio al traste con las recomendaciones de Informe Brandt– se reconstruiría como coherencia de políticas.

 

La coherencia de políticas no era más que una concreción de la teoría de la interdependencia compleja, según la cual el aumento de las interrelaciones económicas, sociales y ecológicas elevaba la probabilidad de la cooperación internacional entre los Estados en detrimento de las relaciones jerárquicas basadas en el poder militar. Dicha cooperación arraigaba en la ética utilitarista compartida tanto por la visión liberal como la realista de las relaciones internacionales (los Estados persiguen sus propios intereses de acuerdo a una serie de incentivos), mientras que la interdependencia se volvía compleja al perder los Estados el monopolio de las relaciones exteriores. Mientras que en la visión tradicional de las relaciones internacionales los Estados maximizaban su seguridad a través del poder militar (al igual que en la visión de Milton Friedman, las empresas maximizaban beneficios para ser viables), con el fin de la Guerra Fría, la teoría de la interdependencia compleja estableció que los Estados maximizaban su seguridad a través del “poder blando” o “cooptativo” de la cooperación internacional (al igual que en la visión Drucker, las empresas maximizaban su reputación con los stakeholders para ser sostenibles).

 

En este contexto, en el que precisamente se publicó el manual de Drucker sobre la empresa como proyecto de personas, con personas y para las personas, la CID fue diseñando el cambio del objetivo del crecimiento económico por el del desarrollo humano, que el PNUD definió en 1991 como “el desarrollo de las personas, para las personas y por las personas”. Las personas eran fines en sí mismas, mientras el aumento del ingreso o del consumo era un medio para ese fin del desarrollo humano que necesariamente debía ser sostenible (compatible con el crecimiento económico) y con la noción de sostenibilidad empresarial. Después de todo, la conocida definición del Informe Bruntland es congruente con la regla del capital constante de Hicks-Solow, lo cual tiene una traducción política inmediata para la CID, como dejó claro el presidente Obama en la Conferencia de seguimiento de los ODM en septiembre de 2010 al expresar que “el propósito del desarrollo es crear las condiciones que no hagan necesaria la ayuda… un desarrollo que sea sostenible”.

 

Pecados originales, retos comunes

 

En la actualidad la RSC estratégica tiene el reto pendiente de la demostración del business case, porque tras 35 años de ingentes esfuerzos de investigación, el último meta-análisis sobre 167 estudios muestra una relación muy tenue entre RSC y rentabilidad financiera, de manera que es posible que sea la rentabilidad la que incite a ser responsable y no al contrario. Aunque hay premio de consolación, porque la revista The Economist, otrora crítica, en enero de 2008 bendijo la RSC como just good business y un reciente informe de la Economist Intelligence Unit arroja el resultado de una encuesta entre ejecutivos de más de 30 países en la que el 69% considera que hay una relación positiva a largo plazo entre desempeño financiero y compromiso con la sosteniblidad.

 

Además de estas críticas internas que ponen en evidencia la posible falta de eficiencia de la RSC, desde el ala izquierda se sigue cuestionando la RSC como un discurso promovido por las corporaciones y/o las agencias de desarrollo internacionales para justificar la imposición del modelo neoliberal mediante una retórica green washing y por washing, que sirve para evadir otras responsabilidades. En un sentido más concreto, la RSC según algunos autores, es una noción de las grandes empresas de los países desarrollados que refleja las preocupaciones y prioridades de los consumidores de esos países, noción que es imposible trasladar a la realidad de las MYPMES de los países en desarrollo, que operan en un contexto de reglas de juego muy hostiles, o, si hablamos de multinacionales locales, que tampoco se puede traducir automáticamente por la inexistencia de una sociedad civil y un entorno competitivo suficientemente desarrollados. Incluso se considera que la RSC es una estrategia de las empresas de los países desarrollados para restringir la competencia en los países en desarrollo, mediante la imposición de estándares ambientales y cláusulas sociales que ponen trabas a la producción y las exportaciones. Y finalmente, se critica la falta de regulación de la RSC, como verdadera enmienda a la totalidad, ya que una supervisión pública estricta llevaría a desnaturalizar lo que, por definición, es una actuación voluntaria tal y como reconocen la Comisión Europea, la OIT o la International Organisation of Employers.

 

En todo caso, parte de las razones de esta última crítica responden a un problema de identidad de origen de la RSC que, precisamente por su carácter de autorregulación, es muy vulnerable a los fallos de mercado, tales como la información imperfecta, las externalidades y la existencia de free riding, lo que ha promovido un movimiento de accountability corporativa para cerrar la brecha entre la retórica y la política, que está generando una gran demanda de métricas y ratings de la RSC. Este movimiento pretende redireccionar el foco desde la voluntariedad de la RSC hacia las obligaciones legales –que con frecuencia no cumplen las empresas que se dicen responsables–, mediante la participación en iniciativas multi-stakeholder para elevar los estándares y procedimientos para presionar a favor de iniciativas voluntarias internacionales que luego se pueden interiorizar a nivel nacional mediante leyes (regulación articulada). La UE se encamina por esta senda con el anuncio, por parte de la Comisión, de un nuevo Libro Verde sobre transparencia de la información ambiental, social y de derechos humanos, que podría dar lugar a una directiva comunitaria de RSC centrada en la transparencia –particularmente en áreas de derechos humanos y desarrollo sostenible–, el buen gobierno corporativo, la participación de los grupos de interés –con especial atención a los empleados– o la mejora de las relaciones entre las compañías, los accionistas y la sociedad.

 

Como la RSC, la CID se enfrenta al reto de demostrar que la ayuda al desarrollo es efectiva. Sin embargo, tras 60 años de ayuda, 50 años de investigación y un centenar largo de estudios, no se puede afirmar que la ayuda haya ejercido, en términos agregados, un impacto positivo sobre el crecimiento del mundo en desarrollo. Parte de la explicación tiene que ver con los problemas sistémicos –carácter voluntario, distorsión asignativa por intereses políticos y comerciales, proliferación de donantes e intermediarios y volatilidad– de la ayuda que no se acompaña con la coherencia de otras políticas, y donde, como en la RSC, están presentes la información imperfecta (incompleta y asimétrica), las externalidades y el free riding, una consecuencia inevitable de una política que al fin y al cabo es unilateral, voluntaria o discrecional de los países desarrollados. Aunque el presidente Obama ha insistido recientemente en la interdependencia compleja (el desarrollo “no sólo como imperativo moral, sino como imperativo estratégico y económico”), las “responsabilidades mutuas” y la coherencia de políticas, y aunque su secretaria de Estado ha hablado de un “modelo de desarrollo basado en la asociación, no en el patrocinio”, que implica “responsabilidad compartida”, es evidente que el pecado original del sistema de ayuda persiste y no dejará de entorpecer la eficacia de la misma. Esto probablemente seguirá siendo así mientras dure la ayuda como business as usual, y por mucho que el movimiento de accountability y la proliferación de índices de calidad o transparencia de la ayuda traten de identificar a las mejores y peores agencias donantes, en paralelo a lo que pasa en el mundo de la empresas con los ratings y la métrica de la RSC.

 

Conclusión


Hacia una colaboración estratégica

 

La RSC nació como una obligación moral, vinculada a la ética cristiana del bien común a la que sigue muy atada a través de la doctrina de los stakeholders (reformulada recientemente en la Encíclica de Benedicto XVI, Caritas in Veritate, de 2009). Por su parte, la CID también nació como una obligación moral vinculada a la virtud cristiana de la caridad a la que sigue muy atada. Recuérdese que la campaña del Jubileo 2000 para cancelar la deuda de los países en desarrollo está basada en la tradición judeocristiana de condonar deudas cada 50 años y en la Encíclica de Juan Pablo II Centesimus annus de 1991.

 

Aunque el nuevo contrato entre las empresas y la sociedad que representa la RSC nunca se reconoció como la panacea para resolver todos los problemas sociales, la RSC se fue centrando en los objetivos de desarrollo humano global, a medida que se aceleró la internacionalización de las compañías y sus stakeholders. Por su parte, la obligación moral de los países desarrollados de ayudar a los países en desarrollo se intentó concretar en un nuevo compromiso internacional entre gobiernos basado en la idea de asociación, en que se reconocía, no obstante, que la ayuda, como actuación voluntaria, requería de la coherencia de otras políticas mucho más influyentes en el desarrollo, cuya definición se fue desplazando desde la noción de crecimiento económico hacia la de desarrollo humano sostenible.

 

La RSC, como enfoque idealista de poder blando (social), en el que la reputación se convirtió en un factor clave, fue sometido a las críticas de quienes denunciaron la agenda oculta redistributiva e intervencionista de la RSC o –en el extremo contrario– el carácter ideológico de la misma por los problemas de información imperfecta que incentivan la evaporación de políticas y dan como resultado una gran incoherencia entre las actuaciones empresariales y las políticas de RSC que se implementan en la realidad o sólo se anuncian y luego no se cumplen.

 

Por tanto, la RSC, como estrategia empresarial, y la CID, como política pública concertada, estaban destinadas desde sus orígenes a confluir y entenderse porque partían de influencias doctrinales muy similares (la virtud cristiana de la caridad como preservativo contra el comunismo durante la Guerra Fría) y objetivos que fueron convergiendo en la noción del desarrollo centrado en las personas (desarrollo humano) y sostenible. Su encuentro también se basó en la falta de eficacia (en el caso de la CID) y eficiencia (en el de la RSC) que en los últimos años está llevando a buscar las ventajas comparativas cruzadas de las empresas –eficacia y eficiencia para la CID– y el sector público –legitimidad para la RSC– con el fin de hacer frente a las críticas comunes sobre las agendas ocultas intervencionistas y redistributivas, los magros resultados financieros o para el desarrollo de una y otra, y la incoherencia y evaporación de políticas que compartieron desde sus inicios.

 

El mensaje final de este trabajo es que se necesita descristianizar la RSC y la CID. O dicho de otra manera, hay que aligerar el componente paternalista de la RSC y el asistencialista de la CID arraigados en la ética cristiana de la caridad y el bien común. Si la RSC se convierte en parte del núcleo duro de la estrategia empresarial por el interés propio de las compañías, y la CID va más allá de la ayuda y se centra en la coherencia de políticas cambiaras, comerciales, de inversión o migratorias con las de AOD, también por el interés propio de los países desarrollados, entonces la complementariedad de la estrategia empresarial responsable y la política pública para la promoción del desarrollo sostenible dará buenos resultados, como ha teorizado recientemente la Comisión Europea en su Programa de Trabajo para la Coherencia de Políticas 2010-2013. Independientemente de que empresas o agencias de desarrollo se planteen trascender la ética utilitarista por la ética deontológica kantiana o la estoico-smithiana, y pese a todas la críticas sobre la falta de impacto de la RSC en el desempeño financiero y sobre la escasa relación de la ayuda con el crecimiento económico, seguirá siendo necesario practicar una y otra por defecto, porque sin RSC a las empresas, a sus grupos de interés (trabajadores, proveedores y clientes) y al medioambiente les iría peor, y sin CID todo sería también peor para las poblaciones más vulnerables de los países en desarrollo y para los “intereses compartidos” de países desarrollados y en desarrollo en torno al mantenimiento de los bienes públicos globales.

 

La CID, ayudando a implementar las reformas necesarias del entorno regulatorio para que las empresas responsables puedan desempeñar su cometido, y la RSC, en tanto que innovación social promotora de negocios inclusivos que mejoren el entorno para las empresas, están en condiciones de ofrecer una colaboración estratégica como respuesta combinada a la demanda de desarrollo de millones de personas que no están pidiendo caridad sino una ampliación de sus oportunidades. Porque, en definitiva, como ha señalado recientemente Homi Kharas (“Can Aid Catalyze Development?”, 2010), “los países pobres que reciben ayuda están más focalizados en el crecimiento que en la caridad” y es ahí donde las empresas tienen la primera responsabilidad en el desarrollo.

 

Rafael Domínguez Martín
Director de la Cátedra de Cooperación Internacional y con Iberoamérica, Universidad de Cantabria



Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto DER2009-14370 del MCI.

“La gestión de la empresa no puede tener en cuenta únicamente el interés de sus propietarios, sino también el de todos los otros sujetos que contribuyen a la vida de la empresa: trabajadores, clientes, proveedores de los diversos elementos de producción, la comunidad de referencia… Se ha de evitar que el empleo de recursos financieros esté motivado por la especulación y ceda a la tentación de buscar únicamente un beneficio inmediato, en vez de la sostenibilidad de la empresa a largo plazo, su propio servicio a la economía real y la promoción, en modo adecuado y oportuno, de iniciativas económicas también en los países necesitados de desarrollo” (http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/encyclicals/documents/hf_ben-xvi_enc_20090629_caritas-in-veritate_sp.html).

 

“No se puede pretender que las deudas contraídas sean pagadas con sacrificios insoportables. En estos casos es necesario encontrar modalidades de reducción, dilación o extinción de la deuda, compatibles con el derecho fundamental de los pueblos a la subsistencia y al progreso” (http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_01051991_centesimus-annus_sp.html).

 

 

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