El enfado, una emoción universal y a menudo malentendida, se ha convertido en el centro de un debate que va más allá de lo personal y alcanza lo colectivo. Mientras algunos lo ven como una herramienta de denuncia y cambio social, otros lo desprecian en favor de un optimismo superficial. Sin embargo, como ya señalaba Aristóteles, enfadarse bien es un arte y, hoy más que nunca, es también un acto de responsabilidad social. En un mundo donde las injusticias siguen asolando a los más vulnerables, el enfado informado y dirigido puede ser la chispa que impulse transformaciones profundas.